No hay papel

No hay papel

Antonio

27/08/2020

Es el olor del papel nuevo lo que me pega tu coño a la cara. No es este cuarto, ni la fotocopiadora, ni el armario de los folios, es este olor a papelería lo que me recuerda lo salida que estabas durante el confinamiento. Cada vez que entro, cierro los ojos y te veo despatarrada en el sillón que saqué del despacho del Jefe del Servicio. Te veo despatarrada y casi puedo sentir los manotazos que me dabas cuando te mordía. Te quejabas de que usaba los dientes porque no sabía usar la lengua. No sabía, no, pero me tirabas del pelo como si el mundo se hubiese acabado, como si tuvieras prisa por dejarte hacer en este cuarto de la fotocopiadora, el único de toda la planta a salvo del tiro de las cámaras de seguridad. Después, en silencio, serpenteabas un poco al subirte las bragas y te bajabas al patio a fumar y hablar por teléfono. Yo te miraba desde la ventana. Te ofreciste voluntaria para cambiarte al turno de tarde, eso me sorprendió; pero me sorprendió aún más que lo hicieras porque querías que al volver a casa tus niños estuvieran ya acostados. Luego me dijiste que no pensabas quitarte la mascarilla, ¿y qué?, no era tu boca lo que buscaba. Tu coño me sabía a lengua, a lengua y a calambre, a tus uñas clavándose en mi cabeza y a «¡hijo de puta!». Y entonces, cuando al fin conseguí que no te depilaras, abrieron el mundo de nuevo, volvimos a trabajar por la mañana y te perdí de vista en el baile de máscaras que es ahora la Subdelegación. Todo se fue a la mierda. Por eso escucho las noticias como quien oye los números de la lotería. Los brotes se multiplican, ya hay transmisión comunitaria y celebré como si fuera un gol esa manifestación de gente que ni siquiera cree en la enfermedad, ¡gracias, Miguel Bosé! Mil gracias porque contigo, con el otoño y con la vuelta de los críos al colegio, creo que muy pronto volveré a necesitar el sillón del Jefe del Servicio para que Covadonga apoye sus corvas en los reposabrazos mientras yo le como el…

—… Antonio… Antonio —un dedo me roza la espalda.

—¿Qué? —me giro y me sobresalto al verla.

—No hay papel.

—¿Cómo?

—Mira —señala el parpadeo en la pantalla de la fotocopiadora—, la bandeja está vacía.

—Ah, sí… Perdona, Covadonga, estaba en otra galaxia.

—No pasa nada, hombre.

Lleva razón: soy un hombre al que no le pasa nada. Así que cojo un paquete de folios, otro más, le quito el papel como si le arrancara la ropa, lo aireo por las esquinas para que no se atasque y lo meto en la bandeja.

—Me encanta el olor del papel nuevo —dice Covadonga—, me trae recuerdos de cuando era pequeña. ¿A ti no?

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