Allí estaba ella, mi nona Marieta, como en el barrio le decían. Tenía unas enormes ganas de verla y una hora de viaje si valió la pena. La encontré sentada junto a la salamandra tejiendo y ese aroma tan peculiar invadió mi nariz, olía a encuentros, a risas, a familia, a hogar. Me invitó a almorzar y no dudé un segundo. El guisito de mondongo de la abuela, se me hacía agua la boca de solo pensar en él. Era una mezcla de gustos y sensaciones terrible porque usaba todos los yuyos y verduras que tenía en su huerta. Probé el primer bocado e hice un viaje por mi infancia, recordé la vez que aprendí a andar en bicicleta y me caí frente a la casa, entré llorando como si hubiese sido un gran golpe y mi nona me puso su mano cálida y arrugada sobre mi rodilla rezando en vos baja un padrenuestro (sí, es muy católica) aunque solo había sido un raspón. Las manos de mi abuela eran capaces de sanar, ella sabía curar el empacho, el fuego, el mal de ojo, la culebrilla y todo ese repertorio que se le atribuyen a la nona del barrio. También recordé su tazón de leche con masitas saladas por las mañanas mientras miraba la televisión, comía todo el barrio con él. ¡qué épocas esas! Hay mi lela, cuánto te extrañaba.
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