H era casi siempre de interior. La única excepción a esta interioridad era cuando, al amanecer, subía a lo más alto de la sierra atravesando las nubes de tierra mojada de los bosques que rodeaban el pueblo. Desde allí podía contemplarlo todo; a sus pies, las casas de pequeñas cocinas y bodegas oscuras atravesadas por atmosféricos senderos de jamón, más allá, el oleaje de los campos de cereal que se convertirían por arte de magia en pan envuelto en humo de trigo. En aquellos momentos podía fundirse con aquella inmensidad y su cuerpo se hacía pequeño, muy pequeño, tanto que ya nada importaba.
Al descender hacia el pueblo se detenía en el pinar. Allí, encorvado, desdeñaba el olor de las acículas caídas y de las moras maduras para concentrarse en el sendero de humedad viva que nacía en los primeros hongos de la temporada. Con cuidado, apartaba las hierbas y hojas mojadas que los cubrían, los contemplaba un momento mientras se frotaba las yemas de los dedos para sentir la tierra mojada y los depositaba en una cesta.
De vuelta le recibía el café, esparcido por todas las habitaciones en forma de fantasma, entregaba la cesta a M y observaba como sus manos, que parecían vivir envueltas en un trapo azul descolorido, limpiaban los hongos con agua fresca y los cortaban en trozos desiguales. El ajo que esperaba paciente sobre el pequeño plato añadía acidez y frescura mientras el aceite de la sartén, denso y pesado, empezaba a reclamar protagonismo. Los hongos chisporroteaban al caer sobre la sartén y cambiaban de color cuando bailoteaban sobre el aceite. Los dedos de M se abrieron como rayos de sol para dejar caer sobre la sartén un pellizco de sal, –Sal, ese es el secreto; sal-. La cocina, el trapo de M, sus manos, todo envuelto en la marea que surgía de la sartén. Ya estaba en casa.
–Sal, ese es el secreto; sal-.
Cuando H se sentó en la pequeña mesa del puerto no esperaba gran cosa, tal vez los atmosféricos senderos de salitre, el oleaje del mar que se convertiría por arte de magia en humo de lluvia y que su cuerpo se hiciera tan pequeño que ya nada importara tendrían que haberle servido de pista. Al otro lado de la ventana del restaurante vio a un hombre que limpiaba unos peces, los contemplaba un momento mientras se frotaba las yemas de los dedos para sentir la humedad y los depositaba en una bandeja. En la cocina, unas manos, que parecían vivir envueltas en un trapo azul descolorido, limpiaban los peces con agua fresca, el ajo que esperaba paciente sobre el pequeño plato añadía acidez y frescura, el aceite de la sartén empezaba a reclamar protagonismo…
–“Sal, ese es el secreto”- había dicho M, y al hacerlo descubrió que solo hay un lugar al que llamar casa, pero puede estar en cualquier parte.
Eddie Vedder, “I´m open”, Water on the Road Live. (2011).
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