Cuando sonó el despertador sabía a ciencia cierta que ese iba a ser su último día en el trabajo. En unas horas se convertiría en un número más en la lista de desempleados del mes. Por primera vez sería alguien cuando la radio anunciara el aumento de parados de más de 50 años.

Con la tranquilidad que da saber qué ya nada podía hacer, se adentró en la cocina y se dispuso a preparar su desayuno perfecto, ese que recordaría pasara lo que pasara. Como mandan los cánones, puso dos trozos de pan chapata en la carmela, un cazo agua para escalfar dos huevos que los había desprovisto de su cáscara para envolverlos en papel film. Troceó un puñado de tomates cherry, unas hojas de albahaca, la última porción de burrata que le quedaba en el frigorífico, sal de escamas y la botella de aceite arbequina que ya estaba a punto de llegar al final de su vida. Se preparó un ristretto que inundó de olor intenso a café  toda la cocina, ese aroma que le despertaba y le devolvía a las calles de Turín. Casi todo estaba listo, tan solo quedaba poner sobre la mesa el tarrito de mostaza dulce, dos trozos de queso gamonedo y una cucharada de mermelada de naranja amarga. 

Antes de degustar y devorarlo todo, hizo la pertinente foto de rigor para subirla a instagram y escribió: «¿y por qué no? #hoypuedeserungrandia #foodielove». Su perfil parecía más una catálogo de comida que una historia de vida, pero en definitiva así era como había decidido mostrarse a los demás,  aunque solo un centenar de «foodies»  le seguieran como devotos.

Como todas las mañanas, hasta esa misma que sería la última, entró en el trabajo por la puerta trasera del hotel. Situó su dedo en el lector de huella digital que controlaba la entrada y salida. Se dirigió al vestidor y se puso su uniforme de conserje. Anduvo firme hasta la maquina de café que había detrás de la barra de la cafetería del restaurante y se preparó un capuchino con todo el rigor necesario.

Abrió el botón de vapor de la máquina para limpiar completamente de humedades la varilla. Puso 120 ml de leche fresca en la jarrita de metal y calentó la leche hasta los 65º exactos gracias al termómetro que dispuso dentro de la jarra. Comenzó el ritual de levantar la crema de la leche mientras oía un «ch-ch-ch» monótono pero perfecto. Se preparó un ristretto en taza de porcelana blanca. Vertió la leche muy despacio hasta coronarlo todo con una crema de dos centímetros que sobresalía lo justo por el borde. Mientras espolvoreaba el cacao sobre la taza sin muchas florituras, un olor intenso entre café, leche caliente y cacao le transportó hacía ese sueño que durante demasiado tiempo había dejado olvidar. 

Con el capuchino aun humeante en la mano, y el corazón en otra parte, se fue al despacho de director recordando que hoy iba a ser el gran día.  Desde el quicio de la puerta, sin que este pudiera mediar palabra, tan sólo dijo: – Dimito.

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