Cuando pienso en historias con sabor, me vienen a la memoria películas, libros y canciones. Recuerdo aquella canción de un grupo del los ochenta, que decía algo así como, boca de limón, corazón de piñón, labios de miel, no me acuerdo muy bien, era muy pequeña, pero recuerdo toda esa explosión de frutas y sabores que segregaba mis papilas gustativas. Fue después en mi adolescencia viendo la película «Flashdance» cuando se me quedó grabada esa escena. Era en un restaurante, y la protagonista cenaba con el chico que le gustaba. Ella pedía un plato de marisco, recuerdo, cómo la protagonista, una joven y seductora bailarina, introducía los dedos en un enorme molusco, y sacaba de allí una carne blanca que metía descaradamente en la boca, mientras, frente a ella, el chico se la comía con los ojos. Después, ella, se sacaba el pie del zapato de tacón negro y, bajo la mesa, se lo colocaba en la entrepierna, sin apartar los ojos de él. Desde entonces, he asociado el marisco con una cita erótica.
Pero también recuerdo la película «El Festín de Babette», «Como agua para Chocolate» o los libros «Rezar, comer, Amar» o «Confesiones de un Chef». En todas esas historias, las papilas gustativas se ponían en marcha, como si de verdad estuviera bebiendo un vino francés, una vichisoiss o una onza de chocolate derretido en mi paladar.
A veces me pregunto, si esos olores y sabores que evocan las palabras o las imágenes, son parecidas a un sueño, donde la realidad y la fantasía se confunden.
Sin embargo, aquel olor no me confundió. Recuerdo ese día que llegaba del colegio y, al abrir la puerta, me vino ese olor nauseabundo que solo podía ser del tío Juan, estaba en el comedor. El estómago me quemaba por dentro, me daba arcadas. Solo se preparaba coliflor cuando él venía de visita. Su cerebro era como aquella coliflor maloliente. Su sola presencia me causaba repugnancia.
Años más tarde, me di cuenta, de que aquel depravado había entrado en nuestras vidas como el lobo en el cuento de «Caperucita».
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