Llegar un domingo a la casa de mi abuelo, era, tal vez, la experiencia más enriquecedora que los nietos podíamos tener. No sólo escucharíamos sus inagotables anécdotas, sino que gozaríamos de una exquisita comida familiar.

Aquí, en la actualidad, lejos de mi terruño, puedo cerrar mis ojos y evocar aquellos momentos felices de mi lejana infancia. Cómo no recordar la inmensa cocina en el patio, esa que no tenía paredes y cuya estufa era un rustico fogón conformado por varias rocas y con palos de leña que le dan un inigualable sabor a las comidas que se preparan en él.

El sonido burbujeante del agua hervida era la bienvenida que nos daba el mágico mundo gastronómico de mi abuelo. La gallina descuartizada, el cerdo picado y las costillas de res, indicaban que pronto saborearíamos un exquisito sancocho trifásico. Ese manjar costeño que sólo los nacidos en Colombia podemos disfrutar.

Algunos de los primos, los más grandes, ayudaban al abuelo en la preparación de los otros ingredientes. Pelaban el plátano, la yuca, el ñame, las mazorcas y las diferentes verduras que le darían ese sabor único que no sólo penetra por la boca, sino también por los ojos, la nariz y los oídos.

Una vez todos los ingredientes estaban listos, mi abuelo no permitía que nadie más los tocara pues decía que si lo hacían podían dañarle el toque secreto ancestral de sus apetitosas comidas.

Yo, desde una prudente distancia, observaba como las presas (porciones de carne) caían en el agua hirviendo para lograr la textura adecuada para el consumo humano, luego, el bastimento seguía el mismo camino y finalmente las verduras, el cilandro y la cebolla completaban el espectáculo gastronómico.

El cucharon de palo con su singular movimiento, de la mano de mi abuelo, revolvía los ingredientes, esparciendo su aroma por todo el patio.

Mi abuela, era la encargada de preparar el arroz blanco con un toque de ajo y de cebolla finamente picada. El complemento perfecto para el sancocho trifásico.

Ahora, seguía lo mejor: el banquete, el cual se hacía en una gran mesa cubierta con hojas de bijao, donde se colocaba el arroz, la vitualla y las carnes, y en unas cacerolas de totumo cada comensal tenía su porción de sopa caliente.

Servida la mesa, nos agolpábamos a su alrededor, de pies, para escuchar las anécdotas del abuelo que se entrelazaban con los exquisitos olores que se desprendían de los alimentos y del agradable sabor al degustarlos. Como era de esperarse, no quedaba ni una sola miga sobre la mesa.

Hoy, sólo puedo hacer ese viaje gastronómico de manera mental, porque, aunque pudiera preparar ese delicioso sancocho, no lo puedo saborear porque el paso de los años ha destrozado mi sentido del gusto y del olfato; más no así mi memoria. Sin lugar a dudas, el sancocho trifásico calentaba el alma, el corazón y todo el cuerpo, para impregnarse en las neuronas del recuerdo para nunca borrarse.

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