En mi casa cocinaba mi padre, siempre fue él, no sólo quien ponía la comida sobre la mesa, sino quien la compraba y también la cocinaba. No voy a entrar en las causas de esta situación. Cada cual puede elaborar su propia teoría, explicación, exculpación e, incluso, inculpación, si lo cree necesario. A mí me da igual y a ti te debería dar lo mismo. La verdad es que no sé por qué quiero contarte esto, amable lector, aunque de una cosa puedo estar segura, es más por mí que por ti.

Un día mi padre llegó a casa con un artilugio extraño. Recuerdo que volví a ver uno parecido en un ambulante que recorría las calles del pueblo tirando de él en un carrito. Era cilíndrico, con una tapa como el gorro de un mandarín. Era de aluminio tosco y terminado en un asa para tirar de ella. Por fuera estaba pintado en franjas paralelas de todos los colores: naranja, amarillo, rojo, verde, azul. Era el vendedor de polos del verano, pero era el único y no pasaba todos los veranos. El calor, sin ningún soporte eléctrico que mantuviera los polos fríos, arruinaba el negocio.

Hasta que una mañana veo a mi padre a través de la ventana del salón, sentado en el jardín con el artilugio entre las piernas. Además de esa capa externa de madera pintada, el artilugio contenía dentro de este caparazón otro de aluminio tan tosco como la tapa que ya he descrito antes. El de madera contenía al de aluminio y, entre ambos, había espacio suficiente para que entrara el hielo que, en barras, se compraba en la tienda y que también servía para alimentar la nevera. ¡Gran invento! El hielo se picaba con un punzón y los trozos se metían dentro en el espacio entre los dos contenedores. Dentro del recipiente mi padre metió huevos, leche, azúcar y la vainilla, grasa y espesa, que había extraído de las vainas con un cuchillo. Esta tapa era diversa, encajaba perfectamente en el artilugio y tenía, en el extremo que entraba, unas paletas, y, en el extremo que salía, una manivela. Y mi padre empezó y siguió y siguió dando vueltas a aquella manivela, una y otra vez sin descanso, y metiendo hielo sin parar, mientras que el que ya se había derretido, mojaba el suelo del jardín.

Recuerdo que fue un tiempo de espera interminable y recuerdo cómo sudaba. Siempre me admiró la fortaleza de su brazo y lo que les ocurría a las claras de huevo cuando las montaba con azúcar. Yo ni siquiera sabía qué esperaba, aquello no tenía más que un evanescente y suave aroma a vainilla que yo no conocía.

Cuando lo posó en mi boca, tan frío, fue cuando me informó de que eso era un helado. Es cierto que no tenía la consistencia de los que vinieron después, pero de una cosa puedes estar segura, era un helado auténtico, un helado de verdad y yo era la única niña en el pueblo que había probado uno.

Hoy me permito volver a amar este recuerdo.

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