Como todos los días Mario se despertaba a las 5 de la mañana como solía hacerlo cuando trabajaba en el hospital del Milagro. Los recuerdos de ese entonces se agolpaban para traerle a la memoria los diferentes aromas de aquel nosocomio. El olor a alcohol de la enfermería le recordaba a ella, a esa muchacha de ojos de mar requerida por todos para colocar las inyecciones sin dolor. Sabía además preparar exquisiteces saludables que lo ayudaron a adelgazar los 10 kg de más; Mario recordaba el aroma del ajo y el jengibre friéndose mientras él descorchaba un Sauvignon Blanc saboreándolo de a sorbitos. Le gustaba contemplar a su amada en ese laboratorio culinario donde ella hacía maravillas. Todo era perfecto, la fragancia de las flores recién cortadas adornando la sala, el aroma del café después de cenar, el perfume de ella en su ropa, en su piel… Recordó el día en que la lluvia los sorprendió sin paraguas y el agua se hacía paso entre sus labios. Qué diferente era el sabor de las gotas de lluvia al de las lágrimas de ella, aquellas lágrimas que fluyeron como manantial de sal cuando ocurrió el accidente.

   Hacía un año que Mario no se levantaba de esa cama, el accidente lo había dejado postrado y solo podía vivir de las cálidas sensaciones que el recuerdo le devolvía. El ya no la quería ver, y no porque no la quisiera, sino porque la quería demasiado, Mario se había convertido en una carga para todos, no podía mover las piernas, ni los brazos, necesitaba ayuda para todo, y los recuerdos con ella eran hermosos, por qué arruinarlos… Aunque ella quería estar con él, Mario no se lo permitía, ―no quiero que ella sufra― se repetía una y otra vez.

   Y ahora, el olor a alcohol y a antibióticos no venían del recuerdo sino de la realidad que según sus colegas médicos sería para siempre.

   Quiso una enfermera desconocida, dura y fría, con quien podría descargar sus frustraciones gritando y maldiciendo por el futuro miserable que le deparaba. Con aquella no hubiera podido hacerlo, su dulzura y ternura no lo merecían, con ella debía tragarse sus miedos, sus angustias, su infelicidad porque hubiera sufrido profundamente, y él, quería que ella sea feliz, aunque su alejamiento significara matar su propia felicidad. Qué importaba…, igual Mario era feliz por momentos, con los recuerdos de aquellos olores y sabores del tiempo compartido. 

   Cómo extrañaba el sabor del vino en sus labios, el olor de la tierra mojada, del jazmín en sus cabellos, de las tostadas recién hechas, de su piel…, esas sensaciones tenían la fuerza de la droga más poderosa, porque no había placer más auténtico que la sensación de felicidad que le invadía el cuerpo cuando recordaba aquello.   

   Se durmió feliz saboreando el vino, el café y el beso de su amada.

   Al día siguiente cuando la enfermera lo quiso despertar para su medicamento, él, ya había partido de este mundo… 

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