La agradable sensación de un fular de seda

La agradable sensación de un fular de seda

El despertador no había sonado aún cuando me sobresaltaron los ladridos. En un primer momento pensé que las pilas se habrían agotado, aunque me extrañó que también hubiera fallado la alarma del móvil. Al perro de enfrente no se le suele oír hasta que sus dueños salen por la puerta, a la hora que desayuno yo. Cabía la posibilidad de que le hubieran dejado solo más temprano de lo habitual. Eso justificaría mi incapacidad para distinguir las siluetas de los muebles, los cuadros, las cortinas; en definitiva, de todo lo que reconozco cada mañana antes de encender la lámpara de la mesilla. Sin embargo, ese razonamiento no servía para explicar la claridad que se filtraba a través de los párpados, sellándome los ojos con un resplandor dolorosamente blanquecino, ni los escalofríos que recorrían mi espalda y, mucho menos, la torpeza de los dedos agarrotados, inútiles en la maniobra de hallar el contorno de Félix o percibir la diferencia entre la lisura de la funda del almohadón y el relieve del entredós, rematado por una puntilla.

El perro volvió a ladrar. Esta vez capté enseguida la autoridad de unos ladridos tajantes, como si el animal hubiera sufrido durante la noche una alteración de la personalidad. Conjeturé que había puesto a los dueños bajo sus órdenes; les daba instrucciones. Quizá les estuviera exigiendo, por fin, más atención, cara a cara, cansado de ocultarles las quejas, de las que el resto del vecindario somos testigos y sufridores desde hace años. Siempre me ha parecido un perro bastante estúpido, pregonando su soledad a todo el edificio con un lloriqueo continuo que, a ratos, se convierte en un aullar desesperado e insoportable hasta que, de forma súbita, enmudece en cuanto huele el regreso de sus amos. En multitud de ocasiones he sido testigo del reencuentro en el descansillo y me han dado ganas de pegarle una patada en los morros al verlo jadear de agitación, menear el rabo como si fuera un botafumeiro para darles la bienvenida, mientras les chuperreteaba las manos, y al niño le llenaba la cara de babas. ¡Qué grima! Si no fuera por el repelús que me da su piel cuarteada, de la que emergen unas púas similares a las de un erizo, le retorcería el pescuezo y seguiría durmiendo, pensé. Definitivamente, odio a los perros y, en especial, a esa rata medio calva.

Como si quisiera rebatir mis pensamientos, el perro ladró de nuevo. La habitación empezó a girar de derecha a izquierda. Por instinto, traté de agarrarme al borde de la cama, una superficie fría, húmeda e inconsistente que se me deshizo entre las manos, a la par, que, para mi estupefacción, surgió otra capa del mismo material quebradizo, y luego otra, y otra.

Intenté abrir los ojos en vano. Las lágrimas me lo impidieron y desfiguraron, más si cabe, cuanto tenía alrededor. No era consciente de estar llorando, aunque sentía brotar el agua de mis ojos y extenderse por las mejillas, el cuello y el pijama, ascender hasta el cráneo y bifurcarse hacia las sienes, donde noté unos pinchazos agudos que me recordaron a las banderillas de las corridas de toros. Quise gritar varias veces. Me esforcé, sin éxito, en empujar, sílaba por sílaba, cada palabra atascada al fondo de la garganta. Félix, Fé-lix, procuré vocalizar de nuevo. ¿Dónde se había metido Félix? ¿Se habría levantado ya? Inspiré con fuerza, tratando de aislar su perfume en mi boca, localizar el susurro diario: «Hasta dentro de un rato, amor, mándame un mensajito». La memoria no recordaba ese momento si es que había existido. Ni el previo: el olor a café reptando por debajo de las puertas, desde la cocina hasta el dormitorio. Notaba la nariz congestionada, lo cual contradecía el constante moqueo que desembocaba sobre los labios, confundido con las lágrimas gélidas que, paradójicamente, me abrasaban los ojos.

Al sorberme los mocos distinguí con absoluta claridad un ligero olor a hierba mojada. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender en ese momento, el olfato disfrutaba engañándome, a no ser que se hubiera desarrollado de repente y reconociera a varios cientos de metros el césped del jardín.

Traté de desplazarme y cambiar de postura. El cuello y los hombros estaban como enyesados, carentes de movimiento. Los músculos se manifestaron pasivos, agarrotados por el frío, un frío del que no era capaz de deslindar su procedencia. Por un instante fantaseé con la posibilidad de estar viviendo una alucinación, pero la idea enseguida viró rumbo a otra sospecha más siniestra. Así, de pronto, llegué al convencimiento de estar muerta dentro de una cámara frigorífica, en un espacio transitorio, un estadio donde los sentidos todavía no se hubieran desconectado por completo, ya que la ceguera continuaba siendo parcial y distinguía un refulgir extraño, obstinado en refutar la negrura de la noche. El oído, aplicado en el registro del más mínimo murmullo continuaba sin apreciar ni siquiera un leve rumor, aparte del alboroto del perro. Los sonidos de primera hora de la mañana se debían de haber quedado al otro lado de la frontera que separa los dos mundos; no llegaba el taconeo de la vecina de arriba, ni el trajín de las cisternas, ni las bajantes en pleno funcionamiento. El ruido de la nada lo abarcaba todo. Todo se iba apagando de una forma incongruente, al tiempo que los otros sentidos empezaban a descabalarse aun sin haber dejado de funcionar. La boca me sabía a sangre, los efluvios de la tierra se aglomeraban en el aire y mis manos habían sido dotadas de un poder sobrenatural que derretía cuanto encontraban a su alcance.

A punto de abandonarme a lo que parecía inevitable escuché dos ladridos rotundos muy cerca del oído derecho. Acto seguido noté una ligera presión en la cabeza, un hormigueo agradable, como si me estuvieran masajeando el cuero cabelludo en la peluquería. A continuación, una lluvia densa agujereó el techo que me cubría. Entonces comprendí que había estado enterrada.

¡Susaaaaana!, distinguí la voz de Félix. Susana, ¿estás bien?

Miré hacia arriba y alguien me limpió rápidamente los ojos con algo similar a un fular de seda, empapado en agua templada. Al instante recuperé la visión, pero volví a cerrar los ojos, confundida, sin saber cómo procesar la imagen de un perro lamiéndome la frente, la barbilla y las manos con una dedicación sobrehumana. Poco a poco me enfrenté a la realidad. Un San Bernardo escarbaba en la capa de nieve que dos palas al unísono iban retirando a ambos lados del boquete.

Un hombre gritó desde arriba. Repitió varias veces que permaneciera quieta. ¡Tranquila!, dijo, ya ha pasado todo. No le hice caso. Ayudándome con las manos y las rodillas intenté trepar. Cuanto más esfuerzo ponía en ascender, más se resistían las piernas, rígidas y flojas al mismo tiempo. Félix vociferó. La angustia que rezumaba su voz me obligó a mantener la calma con el fin de tranquilizarlo.

Una mujer y un chico muy joven bajaron a por mí. La mujer quiso saber si respiraba bien. Afirmé con un gesto. Solamente sentía una ligera molestia en la cabeza. Papá, prepara ropa seca, dijo el chico elevando la voz, y la manta de aluminio, añadió. Ya está todo listo, se oyó decir desde arriba. Subidla.

Una hora más tarde, contemplé la blancura de las montañas, de las que se había desprendido una fina capa de nieve. Parecían cubiertas de nata. Si hubieran estado más cerca habría arrancado un pedazo para acompañar el chocolate caliente que Susana me puso entre las manos. Al final, tuve que conformarme con las galletas de sabor a infancia que mi amiga sacó de la mochila.

En total, habría por lo menos veinte personas en el refugio entre el equipo de rescate, Paula y Luis, los amigos que nos convencieron para hacer la marcha, Félix, y el grupo de excursionistas que me encontró antes de que llegaran los de salvamento. También estaba el perro. Apartado, como si temiera molestarme. De vez en cuando miraba y yo agachaba la cabeza, no fuera a ser que pudiera recordar mis pensamientos igual que recordó el olor del gorro, por el que se había guiado para encontrarme.

Félix me cogió las manos, se las acercó a los labios y exhaló su aliento sobre ellas. Olía a miedo caducado, el mismo miedo que tuve oportunidad de saborear en su boca, todavía fresco, cuando me sacaron del hoyo.

Toma, ponte estos guantes, son de forro polar, ahora tienes que mantenerte caliente hasta que te examinen los médicos. Acaba de llegar el helicóptero. Te van a trasladar a un hospital. Has sufrido una conmoción y nunca se sabe, por mucho que tú asegures encontrarte bien, me dijo uno de los miembros de salvamento. Espera, por favor, le pedí, y dejé los guantes sobre la mesa de piedra que había en el centro del refugio, en torno a la cual nos habíamos sentado todos. Un impulso que ponía fin a la más grande de mis fobias hizo que recorriera unos cuantos pasos hasta donde se encontraba el perro. El animal permaneció quieto, cabizbajo. Deslicé la mano por la suavidad de su pelaje, le abracé la cabeza y le di un beso entre los ojos. Era la primera vez en la vida que tocaba a un perro. Gracias, conseguí susurrarle muy cerca de la oreja. El San Bernardo se giró de inmediato y me miró directamente a la cara.

Félix se acercó con aire de extrañeza. Dijo que le preocupaba seriamente el golpe. En mi sano juicio, jamás se me habría ocurrido acercarme a un perro, apostilló. Le sonreí y nos abrazamos. Quise asegurarme de que el miedo había desaparecido definitivamente de su boca, pero se negó a dejarme averiguarlo, utilizando un guante como parapeto. Ni se te ocurra, me advirtió con una mirada traviesa, acabas de besar a un perro.

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Crítica del jurado

I. Seleccionado por su prosa bien elaborada y por su inteligente estructura. La autora provoca un atractivo extrañamiento inicial en el lector, haciéndole sentirse desubicado como la protagonista… para acabar, por fin, tan aliviado como ella.

II. Sí, la verdad es que el cuento está muy bien. Cuenta una historia interesante, bien armada, con ese final tan reparador. Muy bien cómo se mueve la autora en esos dos planos de la realidad. Quizá se podría haber potenciado un poco más la parte onírica con elementos propios del inconsciente. En mi opinión es quizá demasiado extenso, pienso que tendría más fuerza si se acortara un poco.

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