―Uno ―dijo el Jaguar, y la cabeza del Chato Vargas estalló de golpe. Después, su cuerpo entero se desplomó sobre la arena.
La sangre tiñe rápido la superficie, pero desaparece aún más rápido. La del Chato, en concreto, formó un charco viscoso que se hundía hacia las entrañas de la tierra, arrastrada por los ecos de la serpiente, adorada por los aguijones del escorpión. Liberada por los perros del Jaguar sobre las dunas de Sonora.
―Ustedes nunca aprenden ―el Jaguar negó con la cabeza―. Se piensan que pueden vivir de los otros, gozar de su favor y luego dejarles tirados, ¿no es así? Siento decirles que, con el Patrón, se equivocaron. Ahora, hay que pagar la deuda.
Blasco apretaba los párpados e intentaba vaciar la mente. Sin embargo, no era el único allí esperando la sentencia del Jaguar; su público era grande, disperso, atento a cada palabra como la liebre arrinconada por el cazador. Más de cuarenta hombres y algunas mujeres, todos de rodillas, todos frente a frente con el sol de media tarde. Tras ellos, una empalizada de madera de varios metros de alto separaba la tierra del gringo de la suya propia: la patria mexicana que había alumbrado a todos los presentes, incluido al Jaguar. Por qué éste se había vuelto contra ella, era algo desconocido. Algunos decían que lo hacía por dinero, otros que era la venganza. Lo que sí se conocía bien, a éste lado de la frontera y al otro, era lo que el Jaguar hacía con los espaldas mojadas. Blasco sabía que nadie vendría a ayudarles; aquel atardecer final solo lo poblaban las ametralladoras de los perseguidores y el almizcle dulzón de las presas.
El Jaguar recorría la hilera de prisioneros con paso lento y ceremonioso. Los miraba directamente a la cara hasta que bajaban la vista aterrados, luego sonreía. Cuando pasó delante de él, Blasco también retiró la cabeza, pero le dio tiempo a ver algo de su captor. Era un hombre fibroso y no muy alto, con unas manos tan grandes que avergonzarían a un gigante. Llevaba botas militares, un pantalón beige y, con la camisa entreabierta, su pecho moreno se hinchaba y deshinchaba como el de un animal. Le colgaba del cuello un cuchillo de caza, de los que se utilizan para desollar a las bestias. En cuanto a la cara, Blasco no se la había visto, pero no era necesario; en las cantinas se decía que sus dientes eran grandes como colmillos, que tenía los ojos de un verde astuto y felino, y que en ellos brillaba el odio más absoluto. A fe del Chato Vargas y de su sangre tragada por la arena, debía de ser cierto.
El Jaguar frenó en seco y Blasco tragó saliva. Delante del hombre-animal, había un tipo tembloroso y menudo como rama de palo blanco que el viento hubiera doblado. Vestía blusón rosa, el bigote lo llevaba largo y los vaqueros muy desgastados. Se llamaba Fernando Pérez Aliaga y, antes de ser paloma para el Patrón, había sido solo un tendero.
―Dos ―indicó el Jaguar a uno de sus matones, y a Blasco se le encogió el estómago. Un segundo después, el cuerpo de Fernando cayó al suelo como una res recién decapitada. Blasco no conocía al Chato Vargas más que de vista, pero Fernando había sido compañero de faena y, casi, un amigo. Su único amigo.
A su izquierda, a su derecha, Blasco notó como todos los arrodillados se hacían pequeños a la vez que él. Algunos sollozaban, otros tiritaban pese a que el demonio rojo en el cielo mordisqueara cada centímetro de sus cuellos. Ninguno quería ser el siguiente y todos oraban para que no les tocase a ellos. El que tenía familia, prefería la muerte de sus hermanos e hijos; el que no tenía, la de sus amigos. Tal era el terror que causaba. El que solo se tenía a sí mismo, como Blasco, buscaba un milagro.
―Escúchame ―susurró Blasco a su vecino―. Yo no quiero morir hoy aquí, pendejo. Hay que escapar y creo que sé cómo.
El vecino, que no pasaba de los veinte, se hacía el sordo o el loco, poco importaba. Mientras tanto, el Jaguar conversaba con sus hombres, que limpiaban los fusiles y recogían los cuerpos de los ejecutados.
―Viejo, lo digo de veras. Tenemos que dejarnos caer por la duna. Mejor una muerte despeñado que baleado por este vaina loco.
Las palabras de Blasco habían atraído la atención del vecino y éste levantó una ceja sin mirarlo.
―Hay una oportunidad y somos más que ellos ―prosiguió Blasco―. Este es el pinche plan: en cuanto lo vea claro, distraemos al Jaguar y echamos todos a correr por la pendiente abajo. Para cuando hayamos llegado al muro, la nube de arena ya será grande y nos cubrirá. Después, saltamos.
El vecino abrió los ojos como si acabasen de estrujarle los sesos y negó con tozudez.
―Te digo que sí, güey ―Blasco intentó sonar autoritario―. Díselo al de al lado. Que corra la voz.
Por un momento, el vecino permaneció inmóvil. Pero, sin previo aviso, se escoró hacia el hombre a su derecha y le susurró algo en tono muy bajo. El plan funcionaba. La mente de Blasco recorría futuros posibles, todos inmediatos, cuando oyó la voz del Jaguar romper el silencio como un trueno. Todos se pusieron firmes.
―Espero que se hayan quedado con lo que acaba de pasar. Si intentas joder al Patrón, es él quien te jode a ti. Eso es todo. Aunque para ser justos, a estas alturas no importa demasiado: hoy los mataremos a todos. Usted –en un abrir y cerrar de ojos, el Jaguar estaba al lado de Blasco, frente a su vecino–, ¿cómo se llama?
Igual que hacía unos minutos con Blasco, el vecino miraba taciturno hacia el suelo. Ni muecas ni sonrisas, ni siquiera dolor. Sólo orgullo, nada más. Eso era todo lo que le quedaba y parecía dispuesto a mantenerlo.
―¿Qué pasa? ¿No me oyó? Dije que cómo se llama ―al Jaguar no le gustaba repetirse.
Blasco tenía miedo de que el pendejo del vecino hablase, de que revelase su plan. Si había una posibilidad de salir vivo de allí, tenía que aprovecharla. Pero, una vez más, se equivocó; el vecino se limitó a seguir la pose de la estatua.
―Muy bien ―el Jaguar alzó las cejas y fingió una sonrisa―. A mí, se me responde cuando hablo.
Sacó un revólver de la cintura y apuntó directamente a la nariz del arrodillado. Blasco sabía bien por qué se hacía esto; era necesario dar un escarmiento. ¿Y qué mejor ejemplo que hacer sangrar a alguien como un surtidor?
―Tres ―dijo el Jaguar justo antes de apretar el gatillo.
La bala entró de forma limpia y tuvo el efecto buscado: la sangre salía a chorros y lo manchaba todo alrededor. El chico boqueó, intentó agarrar el aire y se ahogó. Sus manos se retorcieron, tardaron poco en cerrarse. Entonces, el peso muerto cayó hacia atrás como un fardo al mar. Y cuando los ojos inyectados del vecino lo juzgaron fijamente desde el suelo, Blasco tragó saliva y rezó. A Malverde. A la Santa Muerte. Al mismísimo Dios Padre Celestial y a su hijo Cristo Bendito. Pero sabía que ninguno de ellos le libraría del Jaguar. Si había un momento para huir, tenía que ser aquel. Flexionó las rodillas y se impulsó hacia delante con los párpados apretados. El Jaguar aún mantenía la pistola apuntada hacia su última víctima cuando sintió que algo lo hacía tropezar desde abajo.
Blasco apretó los dientes: el primer puño lo alcanzó en la columna. Oyó disparos y alaridos, pero no pudo ver nada. Solo arena, sangre en los dientes y más arena. Los condenados se habían levantado y corrían a su alrededor. El segundo puñetazo le dio en las costillas y lo hizo encogerse. El Jaguar había perdido el arma, pero lo golpeaba con la furia de un animal.
―¡Que no huyan los chingados! ¡Que no huya ninguno! ―aulló el Jaguar a sus sicarios en medio del caos.
Blasco arrojó una patada a la cara de su enemigo. No acertó; el Jaguar tuvo tiempo de echarse a un lado y devolverle la patada. Una muela salió volando de la boca de Blasco, que casi se arranca la lengua de un mordisco. Vio el cuchillo que todavía colgaba del cuello de su oponente y se lanzó a por él. Pero el Jaguar ya se lo esperaba y lo paró con la mano diestra. Con la otra, vino un puño. Y otro más. Después, vino el cabezazo. Blasco se tambaleó y notó un reguero de sangre resbalando por la frente. El Jaguar se le echó encima y lo derribó cerrando las manos sobre su cuello. Oía voces desgarradas y el fuego de los rifles atronaba sus oídos. El oxígeno se escapaba; el Jaguar lo estaba estrangulando. Con manos como garras y esa mirada que era fuego líquido. El Jaguar iba a matarlo. Blasco sentía los ojos salir disparados, cada miembro de su cuerpo lleno de sangre, el corazón latiendo casi fuera del pecho. Se agotaban las inspiraciones, se le terminaban los segundos. Y, entonces, la mano de Blasco, casi en tenaza, encontró algo alargado y frío tirado junto a él. Lo agarró sin pensar y lanzó el brazo hacia su verdugo; el cuchillo se clavó en el costado del Jaguar. Blasco hizo palanca con las piernas y echó a su enemigo herido a un lado. Después, se arrastró dejándolo atrás. Mientras recuperaba el aire, oyó que las ráfagas sonaban lejanas, pero no vio nada; la nube de arena se había aliado con el viento y cubría el cielo. Tenía que correr, tenía que vivir. Se incorporó como pudo. A su espalda, oyó al Jaguar maldecir con voz entrecortada. Blasco tosió a modo de respuesta y echó a caminar. Apenas dio dos pasos, tropezó con la maleza y cayó hacia lo profundo de la duna.
La pendiente lo hizo girar como un tronco arrojado al precipicio. Seguía sin ver, pero notaba el impacto de miles de objetos duros. Piedras. Matorrales. Quizás, armas caídas o animales. Cuando llegó al fondo, Blasco tenía el estómago tan revuelto que vomitó casi al instante. ¿Por qué ya no se oía nada? ¿Dónde estaban los demás? ¿Y los perseguidores? Palpó a su alrededor y, entonces, se encontró con el infierno. No estaba rodeado de rocas o de hierbas secas; debajo de él, a su lado, por todas partes, sólo había cuerpos. Cuerpos inmóviles y rebozados. Bocas llenas de polvo y ropa hecha jirones. Tocó sin querer una mano que aún movía el meñique y se echó hacia atrás horrorizado. Cuando recobró el aliento, avanzó a gatas; seguía sin distinguir nada más que formas oscuras recortadas en la nube. De repente, los alaridos sonaron más cercanos. Aceleró el paso. Pensaba en los muertos, en sus caras embadurnadas de sangre y petróleo; se imaginó a un ser de apariencia animal, grande y oscuro, corriendo por entre los cadáveres y lamiendo los restos. Puede que los demonios los hubiesen maldecido y ese fuese un justo final, pero Blasco se negaba a aceptarlo. Al poco, se topó con algo macizo y vertical que le cortaba el paso: el muro con los Estados Unidos.
Ya solo quedaba treparlo y correr. Aquella parte era especialmente baja y, como gran parte de la frontera, no tenía vigilancia. Era lo que Blasco había previsto. Lo que no se imaginaba es que su plan conllevaría tantas bajas. Mientras se convencía de que había sido la única opción, se encaramó a la empalizada. Tenía los huesos doloridos, pero comenzó a ascender con paso firme. Cada centímetro se le clavaba en el alma, hacía que su mandíbula rechinase, que las palmas se le llenasen de astillas. Pero el camino a la libertad es lento y está lleno de mierda, eso ya lo sabía. La prueba estaba ahí. Todo lo que había hecho hasta entonces, todo en su vida, tenía una sola razón de ser: aquel preciso momento, aquella circunstancia penosa y sucia. Si había mentido, había sido para subir a la escalera; si había robado, era para quedarse en la escalera; cuando había matado, lo había hecho para no caerse de allí. En el fondo, ya todo le daba igual: se trataba de sobrevivir y él lo había conseguido. Sólo quería libertad y ya la rozaba con los dedos. Cuando llegó a lo alto del muro, se paró y contempló el otro lado. Vio unas figuras diminutas, no más de ocho o nueve, que se alejaban de allí agachadas y temerosas.
Blasco sonrió para sí y pensó que, después de todo, no lo había hecho tan mal. Elevó la pierna hacia el borde del muro, se aupó con esfuerzo y respiró por fin. Casi se le habían olvidado los dolores, casi se sentía tan animado como las viejas noches en Hermosillo, casi había puesto los pies en la tierra del gringo, cuando escuchó un sonido a su espalda que conocía bien: el chasquido de un percutor recién cargado.
―Cuatro ―dijo el Jaguar.
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