Kabil salió de su tienda y
miró el firmamento. La cúpula era todavía negra como el abismo que
sostenía en su cúspide, pero ya tenía la tonalidad purpúrea
salpicada de estrellas que auguraba un nuevo día en su base.
Cogió
aire y dejó que su mirada acariciase las rojas rocas que se
extendían más allá de los territorios que la Diosa, encarnada en
el Árbol Eterno, les dio a él y a su mujer cuando se casaron.
Dentro de los límites vivieron todos los años que ella vivió, e
incluso después, cuando ella ya había partido de vuelta a las
raíces Del Árbol, siguieron viviendo él y sus ocho hijos. Nunca
pensó en desobedecer a la Diosa. Jamás engendró su mente tal
intención. Ni le llegó ésta de los confines del abismo. Para algo
era él El Profeta. Y su hijo mayor, Ledud, lo sería después de él.
Y el Árbol Eterno le daría una esposa también. Y si estaba escrito
en El Libro viviría con ella y la disfrutaría más de lo que él
pudo disfrutar a la suya.
Kabil
abrió de nuevo la tienda. En silencio y arropado por la negra luz de
la madrugada, despertó a sus hijos mayores y a su hija mayor. A los
tres. El menor de los dos hijos se quejó del frío. Kabil se quedó
pensativo. Era cierto. Hacía mucho frío en esa época del año y
las abluciones junto al río los dejaban siempre tiritando. Pero esa
era la voluntad de la Diosa: Pasar frío de buena mañana y realizar
una serie de rituales de purificación en el agua helada antes de
orar. Y así se tenía que hacer.
A
pesar de las quejas, todos sus hijos comprendían la importancia de
la oración y del sacrificio. Es cierto que sus vidas ya estaban
bastante llenas de incomodidades como para añadirse de forma
voluntaria más. El frío y las oraciones no eran las únicas, las
leyes sobre la dieta, la abstinencia sexual y el ayuno remataban las
duras condiciones impuestas por el desierto. Pero, la Diosa posee un
conocimiento bastamente superior al de lo seres humanos, así lo
dejaron escritos los padres de los padres que pactaron con ella en su
nombre y en el de todas las generaciones posteriores.
Tras
el baño ritual, y temblando todavía a pesar de las capas en las que
se arrebujaron, se dirigieron a través del paso entre las montañas,
más allá del cual la sombra imponente del Árbol Eterno, el cuerpo
de la Diosa, se recortaba enorme contra los primeros rayos rojizos
del Sol.
El
Árbol Eterno era especial en todos los sentidos. Se encontraba justo
en medio de los territorios en los cuales la caza y la horticultura
básica estaban permitidos. De su interior nacían los seres humanos,
con sus géneros y sus capacidades según las necesidades de la
tribu, y en su interior desaparecían los cuerpos de los difuntos.
Siempre que sus restos no desaparecieran debido al ataque de las
bestias. Tampoco era un árbol al uso, de hecho pocos había por toda
esa zona yerma. Tenía forma cilíndrica, y era de un color negro
brillante. Las extrañas protuberancias en forma de embudos que
crecían y se renovaban periódicamente que surgían de su parte
superior eran las que le daban el nombre de “árbol”
Las
oraciones siempre se hacían frente al árbol. Al igual que las
mortificaciones corporales sangrientas. Que eran sólo una vez al
año, durante el mes del Gran Ayuno. La
Diosa hablaba con El Profeta por medio del árbol. Sentía las
intenciones del árbol en su interior y sentía el impulso
irrefrenable de hacer como ordenase, o el rechazo invencible que
evitaba que se desviara de los planes de la Divinidad.
– Padre.
– Dijo Ledud al terminar la oración, mientras todos miraban como
el Sol formaba un aura en la copa del árbol, convirtiéndolo en una
suerte de antorcha gigante. – Si nuestros antepasados eran tan
malvados. ¿Cómo es que algunos eligieron pactar con la Diosa? ¿No
queda en ninguna parte del mundo nadie viviendo como vivían ellos
antes?
Kabil
se siguió mirando el nimbo del Árbol Eterno. Pero una ligera
variación en la luz de sus ojos dejó claro a Ledud que estaba
pensando. O quizá escuchando la voz de la Diosa.
Se
puso de pie.
– Ven
conmigo.
Ledud
se puso en pie y siguió a su padre, que ya se alejaba en dirección
a la cima de una colina roja. Sus hermanos siguieron mirando el
Árbol, como si no hubieran sido conscientes en ningún momento de la
conversación que acababa de tener lugar.
La
colina roja que estaban a punto de coronar la había mirado Ledud mil
veces antes. Y desde
su cima se debería ver, al menos en teoría, lo que había a las
faldas de las montañas que se alzaban más allá de los limites.
Ledud cayó en la cuenta de que nunca había mirado hacia allí. No
porque estuviera prohibido, en principio estaba solo prohibido ir a
esos territorios, sino porque simplemente en sus más de veinte años
de vida nunca se le había ocurrido.
Los
rayos del Sol, que estaba alcanzando ya un ángulo de mas de treinta
grados con respecto al horizonte, revelaron lo que la oscura llanura
entre las colinas y las montañas:
Estructuras enormes, ahuecadas, como tiendas construidas con madera a
las cuales una tormenta les había arrancado todas las pieles y
hojas. Eran como montañas, y estaban construidas con roca y con
materiales brillantes parecidos al del que estaba hecho el mismo
árbol. Y más allá, mucho más allá, hogueras y tiendas. Y más
cilindros como el Árbol Eterno.
– Puedes
ver esto, porque serás el próximo profeta. Al menos de nuestra
familia. No todos nuestros antepasados fueron malvados. Algunos
vieron el peligro que el placer suponía y al cual estaban cegados
por su horror al sufrimiento. Éstos fueron los que construyeron a la
Diosa. La Diosa, fue la que pactó con nosotros, para asegurarnos la
supervivencia.
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