Desde Paraíso

Desde Paraíso

Víctor Martín

12/12/2021

Fuente: Simon Stålenhag

Cuando desperté, todos se habían ido. Intenté golpear su cuerpos, fríos y retorcidos, desperdigados por las calles. Algunos seguían recluidos en sus propias casas.

Otros aún estaban con vida.

Volví a casa corriendo, aterrada. Dan respiraba y su cuerpo esquelético todavía emanaba calor. Papá y mamá no. Bajé al sótano a trompicones. Mis manos temblaban, no podía dejar de sudar. Estaba muy débil y tenía muchísima hambre. Respiré hondo, como me habían enseñado en el colegio. En un rincón, rodeado de cables y en posición inerte, estaba Arnold, el autómata que habíamos desactivado cuando ellos vinieron. Se suponía que no volveríamos a necesitarlo. Su forma era exagerada, como la de un dibujo animado, de cabeza grande y sonrisa perenne. Mis padres pidieron ese modelo para que nos resultara agradable a mi hermano y a mí. Un amigo. Arranqué los cables de la batería y pulsé el gran botón que tenía por oreja. Dentro de él comenzó a oírse un rumor y a los pocos segundos se incorporó.

Aquella versión no hablaba. Aun así, su posición de espera mostraba estar listo para cumplir cualquier orden. “Sígueme”, le dije, y la garganta me ardió. No sé cuánto tiempo llevaría sin beber agua. Subí las escaleras, con más prisa todavía. El grifo de la cocina aún funcionaba y bebí tanto que llegué a vomitar. Me senté en el suelo helado de piedra y lloré con todas mis fuerzas. Tras varios minutos el hambre obligó a levantarme. Arnold esperaba bajo el marco de la puerta, atento a mis movimientos. Abrí el frigorífico y me invadió un hedor a comida caducada y fruta podrida. Vomité de nuevo, apenas jugo gástrico, pues no había nada más en mi estómago. Fui entonces a la despensa, donde todavía quedaban latas de conserva. Abrí con torpeza una de judías, devorando su interior con las manos, pero me obligué a parar. No quería vomitar otra vez. Cerré los ojos y respiré. Arnold me seguía con su mirada despojada de humanidad.

“¿Cuánto tiempo ha pasado?” Una imagen holográfica salió proyectada de sus pupilas falsas. Información insuficiente. El mensaje que aparecía cuando no lograba procesar una orden. Paré de comer por un momento, pensando en qué preguntar. “¿Cuánto tiempo has estado desactivado?” Después de unos segundos, más letras azules aparecieron. Mi último período de actividad terminó el 14 de abril a las 2:33 de la madrugada. Seis meses. De pronto se me quitó el apetito. Aquello era imposible. Llevaba medio año en el sueño. ¿Cómo podía haber pasado tanto tiempo? Paraíso estaba programado para que la memoria procedimental guiara al cuerpo a seguir realizando tareas rutinarias… hasta que no necesitara hacerlo. Después de tanto tiempo ya debía haber trascendido.

Tiré la lata, aún sin terminar, y fui hasta mi habitación. Allí estaba mi velo, el aparato del que se suponía no me separaría nunca más. Un casco en forma de pico de pato, ideado para transferir nuestra conciencia a otro sitio. A un lugar mejor. El velo todavía estaba caliente, pero olía a quemado. Intenté ponérmelo otra vez. Nada. Lo golpeé con la mano y después contra el suelo hasta romperlo. No podía volver.

Me armé de valor para entrar en la habitación de mis padres. Ellos seguían allí, sus cuerpos desnutridos y agarrotados. Si de verdad estaban en el paraíso que nos prometieron, lo que quedaba de ellos en este mundo no lo mostraba. Esforzándome por no vomitar otra vez a causa del olor a putrefacción, y apartando la vista de ellos, cogí la escopeta recortada de debajo de la cama y la munición de un cajón en la mesilla. Las personas con el velo en sus cabezas y todavía con vida podían llegar a volverse agresivas si alguien se acercaba. Un mecanismo de defensa de nuestro cerebro reptiliano, de los instintos animales que todavía se mantenían. Mi hermano, sin embargo, no opuso resistencia cuando lo cogí en mis brazos y lo saqué de la casa. Aquel no parecía un lugar adecuado, ni siquiera para lo que quedaba de él. Para un animal. Lo dejé en nuestro jardín, arropado con un sinfín de mantas. Quizás él tuviera más suerte.

Metí algo de ropa y comida en mi mochila, y salí a explorar el pueblo. Arnold me seguía, sujetando la recortada. Suerte que aquel modelo podía manejar armas. Fuimos casa por casa, esperando que alguien se hubiese despertado. Alguien como yo. Aunque, según ellos, salir del sueño una vez hubieses entrado te mataría. Encontramos a la señora Morales en su mecedora de jardín, con las luces rojas de su velo indicando que se encontraba muy lejos de este mundo. El señor Vargas todavía seguía con vida, su casco conectado a una de las estaciones de recarga —Paraíso se encargaba de llevar el cuerpo hasta ellas—. Incluso los Montes habían trascendido, tirados en medio de una cuneta junto a su coche. Todos seguían en el sueño, en aquella especie de vida después de la muerte.

Al final, la desesperación se apoderó de mí. Me hice un ovillo en mitad del campo, después de horas caminando. El pueblo más cercano estaba a decenas de kilómetros. Miré a Arnold y me devolvió la mirada. Todavía llevaba la recortada entre sus manos falsas. Todo en él era falso. Todo era mentira. Paraíso me había robado mi vida y a todos los que quería, o puede que yo fuera el error. De cualquier modo, en aquel momento lo vi claro. “Dispara”. No lo hizo. “¡Dispara!” Repetí, gritando. Pero siguió inmóvil, ignorándome por primera vez. Quizá sí que hubiese algo genuino en él. Algo genuino en mí. Puede que por eso se apiadara, para darme la oportunidad de contar mi historia. Para escribir estas líneas y publicarlas, siempre bajo nombres falsos. No sé cuál es mi sitio ahora y quisiera poder volver. Pero no puedo. ¿Aquello estuvo bien? Supongo que no es mi responsabilidad juzgarlo.

Ojalá siguiera allí.

Con ellos.

Fuente: Simon Stålenhag
Fuente: Simon Stålenhag
Fuente: Simon Stålenhag

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