Era tremendamente fácil: consultaba la aplicación y sabía lo que tenía que hacer para conseguir a la chica que quería. Daba igual su nivel de estudios, su ideología, sus traumas del pasado. Como mucho, en uno o dos días estaba entre sus piernas. El requisito era seguir a rajatabla las instrucciones conductuales que te mostraba la pantalla del teléfono, por muy absurdas que pareciesen. En una ocasión, por ejemplo, indicó que debía guiñarle un ojo cada cierto tiempo, cosa que me resultaba forzada, antinatural con mi forma de comportarme; me resistí todo lo que pude a hacer semejante gesto cuando quedé con ella, pero viendo que la cita estaba resultando desabrida y plana, empecé a realizar aquella mueca como medida desesperada, con un resultado inmediato, que no voy a narrar aquí por decoro, pero que nos llevó a visitar juntos y con frenesí los servicios del restaurante en el que nos hallábamos. Aquella aplicación era el genio de la lámpara, con deseos infinitos por satisfacer. Pero veo que adivináis que todo eso cambió. Sí, lo perdí todo. ¿Ya os resulto más simpático? Al fin y al cabo, soy un ser desgraciado, otro ángel caído del paraíso. ¿Y cómo sucedió? Habría que explicaros antes cómo funcionaba la aplicación. No sé de nadie que la tenga y no os puedo contar cómo la conseguí, porque resulta algo turbio y aún no sé cómo enfocarlo. Pero una vez que la instalabas, su manejo era simple: debías introducir el nombre completo de la chica y su fecha de nacimiento. Nada de poner aficiones, gustos, estado civil, o chorradas diversas de esas que pueblan las apps de contactos. Nombre, apellidos y fecha de nacimiento. Parecía algo esotérico, intuía que tendría que ver con un análisis masivo de datos o similar, pero lo cierto es que nunca me preocupó demasiado cómo lo hiciera mientras funcionase. Y siempre funcionaba. Hasta aquella tarde en que una desconocida chica de pelo ardiente apareció de la mano de un viejo amigo con el que tropecé casualmente en una calle. Era preciosa. Acordamos ir a tomar algo a un bar cercano. Seguramente ella había iniciado una relación con este insulso amigo mío, pero eso no me suponía ningún problema. Y creo que a ella tampoco, porque la conversación conmigo fluyó y se deslizó deliciosa tras cada sorbo de bebida, tras cada trozo de comida, tras cada mirada. Sentí durante aquella cena el calor asomando a mi rostro, la sequedad de mi boca, el ansia. Nervioso, traté de sonsacar los datos que necesitaba, era hábil para hacerlo sin que resultase forzado o inquietante, y no me costó mucho que me los proporcionase. Me despedí de ella y de mi receloso amigo con un estado de angustia insólito en mí, y corrí a casa en cuanto doblaron la esquina. Nada más llegar, introduje la ofrenda de su nombre y nacimiento al programa. Es cierto que siempre se demoraba un tiempo a la hora de mostrar los resultados, tal debía ser la complejidad de su búsqueda. En aquellos momentos me parecía que tardaba milenios. Tras diez minutos el temblor de mis manos me obligó a dejar el dispositivo apoyado para evitar que se me cayese. Tras quince, he de confesar que empecé a llorar como un niño. Tras veinte, apareció el mensaje: “No hay resultados. Búsqueda no concluyente”. Os juro que tuve que emplear toda la fuerza de mi voluntad para no arrojar el teléfono y, con él, todas mis esperanzas, puesto que el programa únicamente estaba instalado ahí y dudo mucho que pudiera volver a conseguirlo. Traté de serenarme, de utilizar la lógica. Quizás me dio datos falsos, pero eso era inusual y, a tenor de las sensaciones que me había trasmitido en nuestro encuentro, completamente inverosímil. Me dormí de puro agotamiento, y al día siguiente, nada más levantar, volví a comprobarlo, con un resultado aún más siniestro, puesto que en la esquina superior izquierda de la pantalla aparecía un mensaje: “Access denied. Unable to connect”. Permanecí encerrado en casa una semana, tratando de encontrar algún servicio de asistencia técnica que me explicase qué ocurría, como si eso fuese a existir. Volvía cada día a mirar la pantalla, pero era inútil, nadie atendería a mis plegarias. Por las noches soñaba con la cara de la chica, con su pelo rojo, que a veces se me aparecía negro sin saber la razón, y con su voz coqueta, con la forma graciosa en que cogía el vaso, y me despertaba sudando y con una sensación de asfixia espantosa. La aplicación había dejado de funcionar, al menos para mí. Cuando me atreví a reiniciar mi vida cotidiana, reuní fuerzas para llamar a mi amigo y quedar, con la esperanza de poder verla de nuevo, aun sin la guía de mi peculiar oráculo. Mi amigo apareció sin ella, feliz, y en ese primer momento me dieron ganas de golpearlo con una piedra. La chica, me dijo, no volvió a llamarlo ni a cogerle el teléfono desde el día siguiente a aquel encuentro nuestro, y nunca volvió a tener contacto con ella, no era la primera vez que se lo hacían y no le dio la mayor importancia, el maldito idiota no le dio la mayor importancia. Tras ello, perdí la fuerza para continuar el paripé, puse una excusa tonta y me marché envuelto en una niebla de la que hasta ahora no he sido capaz de salir. A día de hoy, camino por las calles buscándola entre la gente y me pregunto quién sería ella, porque con el paso del tiempo me parece más evidente que mi estado se debe a uno de esos sortilegios modernos, a brujerías tecnológicas como la que yo utilizaba, acaso la misma. ¿Y si la conocía ya antes, con otra forma, con otro pelo, con otra risa, con otros gestos? De todas formas, ya no puedo hacer nada. Estoy condenado a errar hasta el fin de mis días buscando una llama roja entre la multitud.
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