«NO CAIGAS EN LA DESESPERACIÓN, ÚNETE A NOSOTROS». Este eslógan perseguía a Estela allá donde fuera. Estaba presente en cada movimiento que hacía, en cada suspiro, en cada palpitación y sus pasos la llevaban dos o tres veces por semana frente a la sede central de la corporación.
Sentada en un banco del parque observaba el edificio desde lejos. ¿Qué futuro tenían los de su clase en esta sociedad tecnológica tan avanzada? Ninguno, por ese motivo era el lugar idóneo para ella, una Anodina cualquiera, pero esa conveniencia era sospechosa.
Los hologramas de los paneles de cristal volvieron a cambiar y en letras blancas y brillantes se leía: «LA TRANSPARENCIA NOS DEFINE. ENTRA Y COMPRUÉBALO». Los anuncios e imágenes que aparecían en cualquier pantalla se amoldaba a su usuario. Los avances de las Inteligencias Artificiales en los cálculos cuánticos de los algoritmos rayaban la perfección. La gran precisión que tenían era aterradora, casi como si pudieran leer la mente.
El reflejo de una figura desvió su atención. Era un hombre de mediana edad que se acercaba a la entrada de la corporación. Sus movimientos eran torpes y dubitativos, seguro que era un Anodino.
La ingeniería genética había propiciado la creación de un ser humano mejorado, tanto a nivel físico como intelectual, para así contribuir en el progreso de la sociedad, pero aún no habían llegado a perfeccionarlo del todo y el 10% de la población no llegaba al nivel suficiente para salir de la mediocridad. Estos eran etiquetados como Anodinos. La sensación de ser inútiles les martirizaba, daba igual lo que hicieran o lo que dijeran no podían encajar en este sistema y el mundo no dudaba en recordárselo a cada segundo. Tenían garantizados los derechos más básicos: una vivienda digna, comida caliente y demás necesidades; sin embargo, les habían arrebatado la posibilidad de tener un propósito, de soñar. Ni tan siquiera podían aspirar a trabajar en tareas simples que no requirieran una gran capacidad mental, eso estaba reservado a los robots que lo hacían mejor y más rápido.
Después de dar unas vueltas por el edificio, el hombre entró por la puerta acristalada y se escuchó una melodía. Estela reconoció esos compases al momento, era una composición de Haziel, el Trascendental que una vez consideró su familia.
Ahora le resultaba increíble que llegara a creer que era una Anodina especial tan solo porque él no paraba de repetirle que era su musa. ¡Qué ingenua era! En aquellos días bailaba, cantaba y reía torpemente mientras los demás Trascendentales debatían en las fiestas sobre diversos temas de los que no entendía absolutamente nada. Aunque escucharles era como tratar de entender un idioma extraterrestre, ella no paraba de intentarlo, quería aprender y mejorar. Pero daba igual su esfuerzo, no la tomaban en serio. Incluso cuando se atrevía a hacer alguna pregunta o comentario, todos los presentes se reían y la aplaudían. No obstante, fue el descubrimiento del secreto de Haziel lo que le arrebató el brillo en sus ojos. Nunca fue la inspiración de ninguna de sus obras, para él Estela era una especie de mascota adorable y risueña con la que le gustaba pasar el rato, nada más. A partir de aquel instante empezó a notar el sabor agridulce de la condescendencia, un veneno lento y letal que te absorbe por completo hasta que solo queda una cáscara vacía. Después de pensarlo durante semanas, decidió que antes de que se aburriera de ella y la abandonara, seguiría su propio camino. Hizo las maletas y se fue de la mansión de Haziel sin mirar atrás.
Un escalofrío le recorrió la espalda y se despertó de su ensoñación. Tenía que reflexionar sobre lo que le depararía el futuro y dejar de pensar en el pasado.
Los Trascendentales eran los dioses, los que decidían los designios de la humanidad. En cambio, los Anodinos eran los mendigos, los que solo tenían derecho a las migajas. ¿Para qué estamos aquí? ¿Para qué existimos? «TODOS SOMOS NECESARIOS. AQUÍ TE AYUDAREMOS A DESCUBRIR TU VALOR». Otra vez se comunicaban con ella indirectamente.
Estela había estado estudiando la corporación a fondo. Promocionaban en su interfaz el estudio neurológico más ambicioso jamás creado y defendían que los Anodinos podían aportar luz a la humanidad y ayudar a descubrir los misterios del funcionamiento del cerebro. La investigación trataba de estudiar las ondas cerebrales dentro de un ambiente controlado, es decir, una simulación. Ellos te aseguraban que entrarías en una vida virtual donde podías vivir y crecer como persona, una vida feliz en la que podrías ser alguien. Era tentador y a la vez espeluznante. Sería real y a la vez no. ¿Conseguiría llenar su vacío existencial?
Aunque contínuamente repitieran que entrar dentro del estudio era optativo, ¿realmente había elección? La tasa de captación entre los Anodinos era muy alta, casi tanto como la de suicidios. El mundo no había estado a la altura. Los habían tratado como si su existencia no valiera absolutamente nada y era prácticamente imposible escapar de una vida monótona y lúgubre.
Ya había tomado su decisión. Se dirigió a la entrada y escuchó: «Te damos la bienvenida a Esperanza 20.0». Sea lo que sea que le deparase allí, ¿sería más desconsolador que la propia realidad? Pronto lo descubriría. Dio un par de pasos y se cerraron las puertas tras ella.
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