Aburrido o muerto, el tiempo se rehusaba a pasar en aquel pueblo donde la palabra calor era solo una ilusión. Pues el sol dejó de aparecer, condenándolos así a una vida en blanco y negro. Un pueblo pequeño donde los apellidos decidieron volar con el viento y no se les vio nunca más. Probablemente partieron a las amargas ciudades, decepcionados por el poco uso que les daban.
Para solucionar este problema, los habitantes utilizaban el apodo del padre de la familia para referirse a ella. Si el hombre hacia sillas, la familia se llamaba “tauretera”; o si era muy alto, los apodaron “brujos”; o si tenían la cabeza de forma extremadamente redonda, los llamaron “corozos” y así sucesivamente.
Como los instantes eran eternos, la gente no contaba los años por la cantidad de veces que la Tierra daba vuelta al Sol, sino por el número de historias y memorias. Por lo tanto, no es extraño que si encuentras a un habitante de este pueblo, te cuente un sinnúmero de relatos, pues estos son suspiros de un corazón con buena memoria.
Los amores florecían en los lugares menos esperados: ventanas, puertas, iglesias y alcaldías. La última historia que escuché, fue que ella, 20 años menor que él, le llevó una taza de café en un velorio y en un absurdo encuentro de miradas sus tercas almas se enredaron. Aunque la muerte fue quien los juntó, el tiempo su mayor opositor, fue la vida quien les dio la valentía de vivirla juntos.
Hoy, yo Susana, nieta de la protagonista de la historia anterior y proveniente de los corozos, veo desde una aburrida ciudad, donde los apellidos son una necesidad para sobrevivir, calor en aquel pueblo, Caldas, Antioquía. Donde el sol continúa rehusado a aparecer, los apellidos son fugaces y los amores eternos.
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