Sentado en el exterior del bar cualquier aventura es sembrar Quijotes.

El Diablo hace jugadas y otro las cuentas.

Entonces llegan señales. Como esas dos hembras que caminan por la calle.

Primero miro la más alta. Quien agradece a su vaquero el poco esfuerzo que hace para detallar sus nalgas. Redondas. Sensuales. Sexuales… ¡Ella lo sabe!

Y con el pretexto del pelo ladea su cabeza, me sonríe.

En segundos el Diablo prepara una jugada…

–¿Cómo se llama? — averiguo con apremiante pupila.

–¿Quién? ¿Yo? –y su rostro se marchita cuando aclaro…

–Tú no. La otra

–¡Ahhh! Ella es María Carmen.

Al escuchar su nombre, la otra; pícara, voltea su rostro.

Ilumina el mío. Extiende sus brazos. Nada me salva de esa inocente sonrisa.

Despacio la saco del cochecito de paseo. Y en el mismo centro de mi mejilla, con sólo nueve meses de nacida, un alma de Dios me premia con su afortunado beso.

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