Era una noche de verano, bendecida por la brisa nocturna y poblada de aromas de jazmines. Vera y sus primos, disfrutan de sus juegos veraniegos, persiguiendo a las luciérnagas en el jardín de su casa. Cerca de la parrilla, un grupo de adultos se encuentra en un momento de sobremesa donde los chistes y las anécdotas se riegan con un fragante vino tinto. Vera, abandona su dimensión de juegos infantiles y se sienta calladita a escuchar las conversaciones de los grandes. Se entusiasma escuchando las anécdotas de tiempos idos, cuando sus padres y sus tíos eran pequeños niños en un mundo extraño donde no existe la televisión. Observa con asombro a su papá, narra en franca complicidad a sus amigos.

-Cuando era niño, mi padre, Ramón, era muy estricto con nosotros- dice.

-¡No le hagas fama de severo a tu viejo que era un pan de Dios! – le replica su mejor amigo.

-Vos lo conociste después. Te digo que cuando vivíamos en el conventillo mi viejo era un amargo con nosotros. Jamás nos permitió festejar un cumpleaños, nunca nos compró un regalo. ¿Sabés que hacía? Nos llevaba de la mano a comprar latas de leche en polvo que mandaba en nuestro nombre al terruño, porque estaban en guerra CIVIL ¡Carajo el viejo! Tantos años vividos acá, pero siempre con el corazón allá, en España.

Un silencio pobló la sobremesa, y para su sorpresa, su viejo amigo rompió en llanto, como un niño y le contó:

-Allá durante la guerra, mis hermanos y yo, muy de vez en cuando tomábamos leche. Leche

de unas latas que llegaban de la Argentina. Y para nosotros, ese día, era una fiesta.

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