Calor, ruido, una estación de tren. Una respiración. Desde el andén vio como se iba aquel ferrocarril de recuerdos de un viaje surrealista. No podía decir nada, ni un adiós, ni un hasta luego. Lo único que podía hacer era agitar aquel insulso pañuelo blanco manchado de tantas lágrimas que ni el aire estival era capaz de secarlo. Intentó buscar su rostro, pero su mirada se chocaba con el pérfido reflejo vidrioso de un vagón en el que ni siquiera sabía si acaso se encontraba. Súbitamente, un terror de navaja se hendió en su cuerpo. ¿Perdería su recuerdo llegando a dudar de que aquello hubiese ocurrido? ¿Sería posible que el ansia, la sed, el hambre y el vacío desapareciesen como si nunca hubiesen existido? El tren se disolvía en el horizonte. No quería perder ni el ansia, ni la sed, ni el hambre, ni el vacío. Cerró los ojos buscándolos. Ahí estaban, envueltos en el alivio de quien encuentra una llave extraviada. Desde el andén vio como partía y se quedó esperando con la sensación de haber dejado escapar un eclipse total de Sol que jamás iba a repetirse.

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