A ella le gustaba esperarle en el andén.  Él siempre le decía que no era necesario, que podían encontrarse diez o quince minutos más tarde, en el lugar de la cita concretada; pero ella se negaba. Le encantaba llegar a la estación, un poco apresurada por la hora (siempre tardaba más de lo debido en arreglarse para él), andar rápido entre la gente y observar a cada persona durante un instante. También es cierto que ella prefería esperarle a él en aquel andén número 8 porque temía que algún día él no llegara a esa cita concreta. Y por desgracia, algunos temores pueden llegar a materializarse, quizá porque no somos tan conscientes de que lo que es una posibilidad entre un millón, sea nuestro único destino. Ella fue como cada miércoles a esperarle a él, cautelosa, le esperó sentada, temiendo al igual que todos los días que él ya nunca más llegara. Él llegó, se apeó del tren y besó a otra mujer que también le esperaba aún más cerca que ella. Ella no se decepcionó tanto por volver a verla con él, sino por la melancolía de ya no volver a esperarle más y observarle desde el andén.

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