Y así empezó todo. Te escribí mi teléfono en un trozo de papel. Me miraste con la emoción contenida de quien espera el reencuentro. Te busqué sin suerte en el último vagón mientras el traqueteo del tren me hacía sentir diferente. El otoño cambiaba el color de sus hojas cada vez que se reflejaba en tu mirada. Me viste triste, también alegre, deshojando margaritas del campo más bello de mis recuerdos. Me sonreías con la timidez de un niño que empieza el colegio. Nos parecía que viajábamos solos, expertos en pensamientos y aprendices de palabras… Me sobrecogía la delicadeza con que deslizabas las letras sobre tu libreta inseparable. Tropezamos al entrar, apresurados por el cierre de puertas del tren de las siete y diez. Lloviznaba y parecía una mañana anodina y normal. Miré sin enfocarme en nada concreto, adormilado y casi invisible por dentro. Y entonces allí, desde el andén, te vi por primera vez.

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