No es lo mismo oírte que escucharte desde lejos.
Que me cuentes tu vida, sentados, esperando en el andén, y que a mí eso no me importe para nada, que me limite a hacer añicos tus historias, pedazos pequeños en el suelo, y me dedique a recomponerlas a mi antojo, con risa maquiavélica, pero con inevitable inocencia.
Y te rompa el tiempo, y me corte y pegue hace unos años en ti, intrusa en tus acontecimientos, haciéndolos míos, jugando a la comba con tus rutinas. Entonces llega el momento en el que te das cuenta de que llevas los cordones desabrochados, y que aún quedan cuatro minutos para que llegue el tren. Cuatro minutos. Pronto serán tres.
Inminentes como el momento de despedirme de ti, con inusitada alegría, agitando la mano, entornando los ojos, dándome la vuelta, volviendo a dármela como para convencerme de que, efectivamente, te alejas.
Y miraré a la gente volviendo a casa, miraré a todos sin excepción a los ojos, como pidiéndoles una explicación, esperando a que alguno de los transeúntes se pare y me diga que aún no te abrochaste los zapatos.
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