Unas veces  te encuentro en el andén de una estación de tren, otras en el andén estrecho  de una estación de metro; el sueño es siempre el mismo. Estás allí a la espera, nunca estás solo y siempre  me presentas  a los demás que aguardan contigo. Una vez señalaste con disimulo a un joven. «Veinte años», dijiste. Y me mirabas como si fuera más injusto, como si  la pena fuera inversamente proporcional a la edad del ausente.

Fue tan raro abrir aquel diario local y encontrarte convertido en noticia. En la fotografía, el socorrista tapaba parte de tu cuerpo, pero asomaban tus piernas sobre la arena; los pies extraños, enormes y fuera de lugar.  También me pareciste extraño y fuera de lugar en el tanatorio, maquillado, rejuvenecido, con mofletes tersos que borraban tus arrugas. Y ahora cada noche, me saludas desde el andén, pálido y turbio como un reflejo.

Hoy por fin ha llegado el tren y te has subido tan deprisa que te has dejado la maleta. La he cogido y se ha abierto dejando caer a la vía agua, agua fría  y salvaje que ha escapado detrás del tren y ha dejado olor a sal en mi habitación.

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