Me miró desde el andén de enfrente con unos ojos como carbones encendidos. Al instante, lo sentí presente, cercano, como si la punzada de angustia que me taladró el estómago hubiera engullido de un solo bocado la distancia de la vía que nos separaba.

Luego hubo un estiramiento vertiginoso del espacio: las vías se vomitaron solas, se colocaron de nuevo en su sitio y  volví a verle sentado en el banco, entre la gente del andén que esperaba el metro.

Súbitamente me invadió la ira, la rabia… Luego el miedo. Temí que la gente a mi alrededor notara mi agitación. Un pensamiento acuciante se me clavó en el pecho: debía mantener la calma y volver a sentir la presencia de aquel hombre, dejar que las vías volvieran a desaparecer y quedarnos solos él y yo, frente a frente.

La experiencia de hacía unos segundos me había trastornado y tenía miedo, pero, ¡ah!, él me facilitó la tarea. Apareció a mi lado con una suavidad ofídica, sentí como un batir de alas y un olor acre y entonces me susurró al oído lo que más temía: «Nunca vas a saber lo que significa existir».

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