Cuídame, por favor, este brote de jazmín que acaba de nacer. Ha nacido en una noche sin estrellas. Ahora tengo que salir y no sé cuándo regresaré. En estos días la tierra está muy árida. Dejo en el rincón de hiedra un recipiente de barro lleno de agua. Cada día, cuando baje el sol, rocía un poco de esta agua sobre mi pequeño jazmín. Y, si puedes, dile algo. Cuéntale, si quieres, cómo es la flor. O cómo nace el día cada mañana con esa luz límpida, impoluta, casi ajena a lo que ayer pasó. En fin, no sé. Sostén ese tallo tan fino de manera que el peso del despertar no desplome su incipiente amanecer. Y cuando yo regrese, agradecido, seguiré regalándote cada noche un poema desde el andén enamorado.

Pero cuando la luna se acercaba y tomaba el recipiente entre sus manos, un susurro agrio, de sonido ronco, doblegaba sus intentos de cuidado. Así de inquietas fueron las vigilias de la luna. Y el jazmín, poco a poco, se agachaba.

Hasta que la noche, herida por la pena, lloró sobre la tierra polvorienta.

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