Yo, mugrienta rata, desde el andén vi como la actriz conoció al vagabundo. Era un músico como tantos de aquel barrio de Brooklyn, mas ella quedó atrapada en su penetrante mirada, en su cálida voz. Esos acordes resonaban magnéticos en su vientre de caoba.
Cuando el tren-J volaba, la actriz a su lado brillaba, pero Manhattan de perfil era testigo del negro acero. Él con ojos cansados, no veía su brillo; con manos ajadas, no sentía su piel. El infeliz vagabundo no podía quererla. La devoraba por fuera, por dentro. Arrancaba su esencia. Del brazo de su verdugo ella esperaba, acariciando su barba. Sus mejillas palidecieron, lágrimas gritaban desde la punta de su lengua.
Gimió, gimió y en un banco se lamió las heridas. Entonces, levantó la vista, su torso se alzó sobre el clavel de sus caderas. Su mirada se convirtió en agua y sus pies en raíces; sus brazos en alas y sus piernas en tambores. A ritmo de fandango, sobre alfombra lejana, entró en el vagón. Su luz siguió su destino.
Derretido óxido quedó atrás impregnando vías, techo y cañerías. Así, los restos del vagabundo, de olores nauseabundos, gotean para siempre en el metro de Nueva York.
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