Desde el andén, veo cómo el Airtrain A380 se aproxima, imponente, rodando por las vías hasta detenerse en esta moderna estación terminal. Entonces se abren las puertas corredizas, descienden cientos de pasajeros, suben otros tantos y se vuelven a cerrar las puertas. La colosal máquina comienza a deslizarse, despliega sus enormes alas y se eleva hasta perderse entre los nubarrones del cielo gris de Buenos Aires. A mí me sigue resultando tan extraño que aún no me animo a subir a un ferroavión.

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