Vivo en una urbanización de las afueras. Un tren de cercanías me lleva hasta el centro, donde tengo mi despacho. Es la hora temprana de una mañana de verano, cuando en la estación se cruzan gentes de la movida con trabajadores.  

Dentro del vagón me veo reflejado sobre el vidrio en la pared del fondo, barba corta, camisa blanca, chaqueta oscura. Estoy al acecho: tengo la manía de sacar fotos furtivas con el móvil.

Un estertor de agonía irrumpe sobre el traqueteo. Alguien activa una alarma. Descendemos y desde el andén, veo cómo sacan a un hombre joven que sangra por el costado. En su cara atisbo la muerte.

Atardecer rojo. El vagón está casi vacío, reviso las fotos y encuentro el rostro de aquel muchacho. Sobre la pantalla amplío su entorno, descubro una mano de mujer sobre su pecho que le clava un estilete, lleva una sortija. Aumento el encuadre sobre el sello y veo una araña con una mancha roja sobre su abdomen, la viuda negra.

Ya en casa converso con mi esposa, estamos en la terraza, me acerca un gintonic. Cuando observo su sortija nueva no puedo evitar un escalofrío.

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