Una fila de miradas se agolpa a observarme desde el andén. Es extraño, yo, alguien que ha pasado desapercibido siempre, me siento ahora el centro de atención.

Cuántas veces habría suspirado por que una chica como aquella del pelo recogido se hubiera fijado en un paria como yo; o que este señor de impoluta presencia no hubiese apartado los ojos al encontrarse con un mediocre ciudadano gris.

Ahora, mientras les veo, pienso que me parecen infinitamente más jóvenes o más viejos, más guapos o más feos que yo. Será la ingravidez del momento.

Al menos, puede que por fin ya sea todo un hombre; no por nada en especial, simplemente por lo que decía mi profesor de literatura con solemnidad, eso de que “madurar es aprender a irse a tiempo”.

Me fastidia que las personas no nos percatemos de que vivir es el afortunado e improbable accidente de existir, pero, la verdad, es difícil que la muerte te pille viviendo.

Qué le voy a hacer: aunque haya suicidios que duran toda una vida, hoy elegí terminar con el mío.

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