Amanecía, un rayo de luz se deslizaba silencioso por la ventana acariciando su rostro dándole los buenos días, abrió los ojos, unas lágrimas recorrieron lentamente por sus mejillas, se encontraba perdida, sin ilusión, haciendo un enorme esfuerzo por vivir. El canto de un pajarillo en su ventana le trajo de nuevo a la realidad. Hacía varios días que habían quedado en la estación de tren de su pequeño pueblo, ella y su amante, pero él no apareció, ni una llamada, ninguna explicación, se sintió rechazada, abandonada. Con paso lento pero firme, se dirigió a prepararse un café. Se marchó a la estación que se encontraba a dos kilómetros de su casa. Atravesaba un precioso bosque de pinos y eucaliptos hasta llegar a una hermosa pradera verde, al fondo, la estación. Desde el andén, de pié, con la mirada triste buscaba un rayito de esperanza. Apacible y tranquila, veía pasar los trenes como los días por su vida, iban y venían, bajaban y subían pasajeros de sus vagones, sus días eran como los pasajeros, cada uno diferente. Esa mañana, al despertarse, de sus ojos ya no brotaron lágrimas, como cada día hizo el mismo recorrido, esta vez, para no volver jamás

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