Allí estaba, mirando el horizonte perdido entre las vías casi ocultas por hierbajos.

Cuántos trenes vistos desde el andén. Cuántas vidas no vividas abortadas con el último silbato.

Bajo el reloj de la estación, detenido en unas diez veintidós, el banco de tantas tardes se mantenía desvencijado en su lugar. Detrás, los vidrios rotos de la ventana del vestíbulo reflejaban la imagen de una mujer. Sonreía. Ya no había padres, ni hijos, ni hombre que le cortaran las alas.

Acomodó su bolso, agarró la maleta y con paso firme echó a andar.

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