Desde el andén esperaba, con el cansancio propio de mi avanzada edad, el tren de las nuevas oportunidades.

Me imaginaba las sonrisas de mis dos nuevos angelitos que volvían a nacer gracias al amor incondicional que sus nuevos padres estaban dispuestos a darles.

Recordé igualmente la última conversación que mantuve con mi hijo antes de que partiera a tierras del lejano oriente. Intuí, por el tono de su voz, que tanto la alegría como el miedo invadían su alma. La naturaleza le había cerrado una puerta y ahora la vida le abría otra dándole la oportunidad de amar a dos criaturas y darles todo lo que el significado de la palabra “padre” implica.

Antes como madre y ahora como abuela sigo predicando con lo que la experiencia me ha enseñado: en la vida, no es la sangre ni la carne, sino el amor, lo que hace que los vínculos paterno-filiales sean verdaderos y sempiternos. 

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