El maestro partió con el canto del gallo una fría madrugada por la puerta de atrás y sin decir adiós. Se alejó en silencio con un escueto equipaje por las calles aún vacías del pueblo dormido y no se detuvo hasta llegar a la estación del ferrocarril. Allí esperó paciente, encogido en su viejo abrigo, a que llegara el primer tren, donde montó sin preguntar el destino. Desde el asiento que ocupó se alcanzaba a ver el campanario y la escuela… el viejo olmo y el molino… la alameda junto al arroyo… el paseo y la ermita… la plazuela… y hasta la que fue su casa durante toda su vida. Pero el maestro no miró, ni antes desde el andén ni ahora mientras el convoy iniciaba la marcha. Sólo cuando sintió en el rostro los primeros rayos del sol reparó en su alrededor. Recorrió entonces con la mirada el compartimento, lleno de rostros desconocidos y somnolientos, y se puso luego a contemplar el paisaje que iba apareciendo por la ventanilla. El sueño no tardó en vencerlo arrullado y mecido por el suave traqueteo de la vía, que entre campos yermos y escarchados se iba estrechando a lo lejos.  

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