Al amanecer, fui a buscarla a la estación de ferrocarriles, donde supuse que estaría esperando al destino. En el andén, una chica similar a ella, pero que en definitiva no era ella, me miró y, al verme desesperado, buscando a aquella mujer que no encontraba, me dijo:
—Calma. Ya aparecerá.
Y sonrió.
Sonreí y, por un momento que pareció eterno, nuestras miradas se quedaron estupefactas, concentradas en la contraria; la mía en la de ella y la de ella en la mía.
—¿Cree usted en el destino?— le dije.
—Antes no— dijo ella, tomándome de las manos —aunque ahora ya no estoy tan segura de no creer.
Fue así -espontáneo- el surgimiento de nuestro amor.
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