Codos en rodillas, manos cruzadas. Sus pies, muelles sin ritmo. El sol se puso hace ya mucho. Mira en ambas direcciones de la vía por si una luz, por si un sonido. 

Si al menos pudiera contactar con su familia…

Tampoco hay con qué entretenerse. Es una estación de paso. 

El horario dice que el TP2500, de ida, pasa a las -8:25-. Pero él espera el de vuelta, TP2501, que llegará, pone, «cuando a nadie le importe».

Semejante tontería le impacienta.

El reloj del andén marca la una y cinco. El de su pulsera, que siempre lleva en hora, las tres y cuarto. Pero ¿dudar de la estación?  

A otro viajero le preguntaría. Comentarían lo extraño del desfase y achacarían culpas. Pero no hay nadie. Es muy tarde. ¿Y su familia? No se irán sin él. Pero, ¿a qué precio?

Ningún tren ha pasado. ¿Será normal? Sólo hay una vía… Desde el andén, hay dos maneras de mirarla. Aunque, para el maquinista, piensa, sólo una.

En su reloj son ya las cuatro y media. En el de la estación la una menos cinco. Funciona el suyo, entonces.  

Eso le reafirma. 

Su familia le estará esperando. 

Siente la certeza.

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