Con el mismo aire furtivo de un Pedro Navaja recorre sin pausa, impaciente y con pasos cortos, los veinte metros que hay desde el andén a la puerta de salida. Algunas personas, como bultos tapizados, llegan y se apretujan bajo el alero para engañar al frío mirando hacia un punto lejano e invisible que se pierde sobre las vías hacia la oscuridad de la noche.

Lleva sombrero, las manos hundidas en los bolsillos, una bufanda deshilachada como un trozo de mozzarella dentro de una taza humeante de café, camiseta interior de franela y un ojo de cristal. Nadie parece darse cuenta. ¿Y ella? ¿Se dará cuenta ella?. No. Imposible. No podría imaginarlo. ¿Pero sospecharlo?.¿Quizás dije…?. Está aquí. Su mirada de geisha oriental se hunde como un anzuelo en la suya, vital y moteada como una polilla. Ella entrega una caja abierta. Dentro reposa un ojo de cristal. Latidos desbocados. Con la otra mano dentro del bolsillo acaricia su ojo de cristal escondido. Sonríe. ¡No se ha dado cuenta!.

Nunca se lo habría vendido.

Porque los cristales, juntos y solo juntos, valdrán dos millones de yenes en la subasta de anticuarios de esta noche. ¡Y ahora son suyos!

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