Creí que sería imposible, hasta juré no volver a determinarla, pero la verdad fue que me encapriché tanto en querer deshacerme de ella que luego de la trampa que le tendí el lunes del mes pasado, desapareció. Quise gritarlo a los cuatro vientos para que todo el mundo se enterara de que un personaje como yo, fue capaz de acabar con ella.

Habían transcurrido cinco semanas, y para sorpresa mía ayer en la tarde cuando observaba un galeón salir del puerto, la volví a ver. Un escalofrío recorrió en cámara lenta todo mi cuerpo y quedé mudo cuando su mirada se cruzó con la mía; parecía un sueño estar viéndola. Tal sería la expresión de horror que apareció en mi cara, que hizo dibujar en su rostro una sonrisa burlona; gesto que era su sello personal.

Tormenta, la astuta gata persa, que desde el andén mecía con elegancia su esponjosa cola gris, era mi enemiga; entreabría sus labios para dejar asomar sus afilados colmillos y así mantenía sus ojos color miel fijos en mí, un ingenuo ratón que ha vivido por más de un siglo en este muelle.

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