Te veo todas las mañanas. Impaciente, pegada a tu reloj, como si la vida dependiese de esos cinco minutos que tardas en verme. Aparezco y no me recibes con saludos ni sonrisas, tampoco te dignas a darme los buenos días, está claro que tienes prisa.

Se te escapan los bostezos que siembras en tus noches engolfadas, siempre  te encuentro quejándote de tu jefe, del tráfico, del calor o del frío. Rápidamente me olvidas, indiferente abres el periódico, enciendes el móvil.

Nunca me has dicho si vengo guapo o te alegras de verme. Refunfuñas, para ti siempre soy demasiado caro. Me conozco tus mañanas plagadas de sueños rotos, también los días en que estás contenta. Nunca  me atrevo a preguntarte de dónde vienes. Una vez llegué diez minutos tarde, aún escucho  tus reproches.

A veces pienso que algún día pasaré de largo, sin saludarte. Te veré agitando el bolso desde el andén y maldiciendo la estela de mis pasos. Luego te miro, impaciente, pegada a tu reloj. Cambio de opinión y me paro a contemplarte. Dejo que abras la puerta.

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