Miró a su alrededor y solo vio moverse los papeles. Desde el andén sobre el que estaba la mirada era capaz de perderse en el horizonte sin tropezar en nada ni en nadie. El reloj de la estación marcaba las 20’48 horas de aquel 24 de Julio y se cercioró que estaba solo. Inexplicablemente solo, sin nadie con quien compartir una mirada, un gesto. Nadie. Solo él y la brisa de última hora de la tarde que hacía de falsa escoba arrimando los pocos papeles que había hacia las vías.

Desde el andén tampoco se veía venir el tren. Hoy la estación estaba extrañamente sola. El reloj parecía haberse detenido, incluso hasta el aire esa tarde soplaba diferente. Es más, sobre los árboles de enfrente hoy tampoco había pájaros. Todo estaba sumido en un profundo y lúgubre silencio. Las puertas entreabiertas hoy tampoco tenían el trasiego habitual. Es como si la vida se hubiese detenido unos segundos antes, un poco antes de llegar a la estación.

Hoy desde el andén se podía identificar un olor diferente y no porque la fábrica de al lado hubiese cambiado de producto. Era el propio olor de la tragedia, de la muerte.

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