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Hace mucho tiempo, decidí emplear unos días de descanso para buscar dentro de mí un silencio que anhelaba. Curiosamente, esta búsqueda fue ruidosa, todo implicaba movimiento y los elementos se desplazaban sin cesar en el interior. A lo lejos se vislumbraba la quietud, pero no logré llegar a ella.
Las jornadas concluyeron y me dispuse a marchar; preparé mi pequeño equipaje con calma y detalle, pero con energía y decisión. Me dirigí a la estación de ferrocarril de la pequeña localidad y, desde el andén, vi pasar los trenes animados por las cabecitas de sus ocupantes.
Me senté en un banco y mientras esperaba la llegada del tren, el que me tenía que trasladar a mi ciudad y a mi hogar, en medio de las ráfagas de viento y ruido generadas por el tránsito ferroviario, se me acercó solitario y silencioso un perro, el perro de la estación; se acostó junto a mí y me acompañó.
Fue entonces, cuando, lo que había venido a buscar, apareció, y allí, precisamente en el andén, cuando la luz, el viento, el paisaje, los trenes, la estación, el banco, el perro y yo nos fundimos en algo único y se hizo el silencio.
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