El viento arreciaba. La lluvia no cesaba. El sombrero del caballero de mi derecha, atemorizado, salió volando. Era tarde de gabardina y paraguas.

A lo lejos se asomó la locomotora, sugerente, empapada, sonora. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez? ¿Veinte años tal vez? ¿Me reconocerías? ¿Cómo me saludarías? ¿Te echarías a mis brazos como cuando eras niño y regresabas de la escuela?

Empecé a buscarte, ansiosa, a través de las ventanillas de los vagones que iban desfilando delante de mi. ¿Habrías pasado ya? ¿Y si no nos encontrábamos? Mi corazón corría. Demasiado tiempo sin quererte. Demasiado sufrimiento para una madre, para una vieja de aldea como yo. Entonces recordé el día de tu marcha, cuando, desde el andén, te eché el beso más triste de mi vida.

Te vi. Allí estabas. Me viste. Y ahí supe lo que era la felicidad, un soplo, un susurro, un instante tan solo. Lo llenó todo. Lo sació todo. Lo sanó todo. No hubo beso mejor.

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