El frío se metía en la nariz al respirar. Marco sorbía. Sus ojos iban de un lado a otro. Desde el andén no podía controlar los movimientos de Katerina, que, cogida fuertemente de la mano de su madre, le hablaba con exagerados movimientos de sus labios dándole a entender que ella no podía acercarse a él. Los sucios vagones de mercancías iban llenándose de hombres, mujeres, ancianos y niños. Los soldados empujaban como si arreasen ganado. Marco se fijó en los amenazadores pastores alemanes que olisqueaban sujetos por gruesas cuerdas por sus guardianes. Él se apretaba a su padre. Su madre había muerto en el Gueto hacía unos meses. Su corazón ya estaba partido y no había cumplido aún los quince años. Solo le quedaba Katerina. Se conocieron en el piso durante el asedio de la ciudad. Ella nunca reparó en su cojera. Por eso la quiso más, por su humanidad, por sus ojos azules como el agua, por su templanza entre tanto dolor. La buscó de nuevo, ya estaba subida al tren. Hacinada junto centenares de cuerpos que se pegaban unos a otros dando lugar a escenas humillantes. Respiró aliviado. Cuando llegasen a su destino, se encontrarían.
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