Llegó el tren. Los dos obreros se suben sin dudarlo, necesitan volver a casa. La pareja de turistas mira varias veces los pasajes y el mapa, los pasajes y el mapa, y finalmente “ou, yes”, se arrojan al vagón como al mar revuelto. El fotógrafo sube tranquilo, le da igual el recorrido si hay gente y paisajes que capturar. El vendedor espera y especula, tantas personas en el tercer vagón, hace cuentas. Las dos ancianas desean estar sentadas para probar las magdalenas que una de ellas ha horneado con canela esa misma mañana. Los maquinistas aprovechan para fumarse un cigarrito mientras piensan en sus hijos que crecen. La manada de adolescentes se choca entre ellos, todos con auriculares puestos, se aferran al teléfono celular como el terrorista a la bomba. La mujer piensa en el hombre, y en pintarse los labios en la próxima parada. El maestro piensa en el tiempo, el dentista en la compra. La estación va quedando vacía. Cuando arranca el tren, un vaso y una bolsa de plástico despiden a la gente desde el andén, como dos caracoles en la arena cuando se aleja la ola.

 

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