La joven Anselma, aficionada a la poesía y ferviente admiradora de los poetas de Europa del Este, incluida la vasta Rusia, no pudo dedicar su vida a lo que siempre deseó, la escritura y la investigación de sus poetas favoritos. La falta de entendimiento con su padre, que la hizo crecer con una vara de disciplina regia, hizo menguar su afición literaria y la forzó a estudiar para ser administrativa -oficio que desempeñó con diligencia-. Su padre creyó que todo lo de Europa Oriental rezumaba un hedor comunista y masónico, sin saber que muchos de estos escritores, amados por su hija, jamás conocieron la revolución bolchevique por una cuestión de distancia temporal. Ya con cincuenta años, y con el recuerdo de la muerte de un tirano que tenía como padre, volvió a coger un libro. “Sólo tengo un deseo: que en la paz de la tarde me permitáis morir a la orilla del mar”, leía a su hijo de 13 años, que empezaba a descubrir el maravilloso mundo de las letras, mientras desde el andén contemplaba las cumbres de los Cárpatos. Por dentro, se decía a sí misma: Ojalá hubiera tenido el valor para desobedecer a mi padre.
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