Alguien desde el andén hizo el llamado. ¡Pasajeros al tren! La brisa era suave y un olor dulce inundó el lugar Los rieles brillaban acusando el incesante tránsito del tren. Varios se levantaron en la sala de espera llevando consigo entrañables bártulos. Pero sólo uno, era la condición para el viaje; algo así como el boleto de ida. Por allá una chiquilla apretujaba una muñeca de trapo algo destartalada; por acá un viejo atesoraba una fotografía amarillenta. Y así los convocados iban subiendo a los vagones, pausadamente. Nadie volvía la vista, ni nadie era acompañado en su viaje. El convoy comenzó a resoplar y una nube blanquísima lo envolvió. Un armonioso pitazo precedió la suave marcha y los pasajeros, otrora mortales tristes, dolidos, timoratos, banales, mortificados, cansados, desencantados y algunos también felices, se asomaron a las ventanas y divisaron una lejana luz blanca al final de un túnel. Todos suspiraron y cerraron sus ojos.
Marina Flores Rozas
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