Con un susurro congelado por el vaho que salía de su boca, se despidió de ella. Ya no quedaba nadie, habían estado retrasando ese momento hasta el último segundo.

«Prométeme que la próxima vez te quedarás más tiempo», le había dicho ella, buscando en los ojos de él alguna posibilidad de que cambiara de opinión.

Él suspiró y dejó un sentido beso en su frente. 

«Lo intentaré, te lo prometo», le contestó al tiempo que acariciaba su mejilla como si se tratara de la más frágil estatua de cristal. 

Ambos eran conscientes de que las probabilidades de que esa «próxima vez» tuviera lugar eran prácticamente nulas, pero a lo largo de los años habían aprendido que la esperanza, como todos dicen, es lo último que se pierde.

Se separó de ella y subió al tren. El primer impulso de ella fue seguirlo, montarse en ese tren con él, a dondequiera que fuera, y no volver nunca. 

Pero en el fondo sabía que no era la mejor opción, aunque sí la más atractiva. En lugar de eso, se quedó allí, clavada en el suelo como un árbol que ve pasar las estaciones sin moverse, viéndole desaparecer para siempre desde el andén.

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