Nos vimos por primera vez en la estación. Por primera y última, en realidad, porque después no hemos vuelto a coincidir. Desde entonces intento ir a diario. Los días laborables me basta con entretenerme tras el trabajo con cualquier excusa: en los escaparates, la cafetería, fingiendo que observo atentamente los horarios de los trenes como si no me los supiera de memoria… pero nada, he buscado por todas partes sin éxito.

Recuerdo el pequeño encontronazo hombro con hombro, las disculpas aturulladas, el pequeño rubor casi imperceptible. A los pocos segundos me di la vuelta y me topé de nuevo con su mirada, tan curiosa como la mía, que se había girado también para llevarse una última imagen de mí quién sabe adónde.

Incluso los fines de semana me escapo cuando puedo, doy una vuelta por el vestíbulo de las taquillas y compro pan recién hecho en el supermercado. Luego subo a una de las vías al azar, la elijo sin pensar demasiado, apelando a un sexto sentido que quizá no tengo, y desde el andén me fijo en los trenes. Los transeúntes, los viajeros, el personal de la estación.

Me queda poco tiempo. Su rostro palidece en mi memoria.

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