A las 21:12 horas de un día de diciembre, José María supo que aquel viaje de cuatro horas sí había valido la pena. Al entrar en el salón de baile la vio por primera vez.
Ella era una adolescente de belleza normal, cuyo rostro revelaba la candidez de una mujer en evolución. Él, un joven a quien le inquietaba que la noche terminara sin que ella notase su presencia, la siguió toda la noche con la mirada; y cada vez que la veía sonreír se llenaba de motivos para decidirse a entrar en su vida, sin importar si aquella mujercita con aroma de aparición tenía ocupado su corazón.
-“¿Bailamos?” Fue lo único coherente que pudo gesticular.
Ella lo vio a los ojos por primera vez y no pudo resistirse a su petición. Aquello fue más que bailar; fue una conexión entrañable e inolvidable. Ese baile fue como una revelación, fue el despertar de un sentimiento mutuo e indefinido que habría de perdurar por siempre.
Desde entonces, ella no aleja de sus pensamientos al joven de mirada perturbadora; y él, desde el andén de su madurez espera ardientemente el día en que ella irrumpa nuevamente en su vida como una ráfaga.
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