Se reflejada en los inmensos cristales. Aquella eterna espera le estaba desgarrando el alma a jirones, incrustándose cada recuerdo, como sal hiriente, en su mente cansada. Aquella decisión era su billete al paraíso, a la paz incomprensible para alguien que había vivido un infierno terrenal. No era solo un billete, era su pasaporte a la felicidad.

Sentía miedo, pero alguien que la esperaba al final del trayecto, le enseñó que desde el andén, uno siempre decide a que tren subir, que antes del final, siempre hay paradas donde poder bajar y disfrutar de tramos del camino, que nos perdemos por la velocidad a la que viajamos.

Observó a la gente, pensando si esas personas realmente hacían lo que querían con sus vidas. Se preguntaba si se levantarían con la ilusión que a ella le invadió las entrañas esa mañana para afrontar la bella, pero dura existencia. No entendía cómo había podido vivir tantos años en la más profunda tristeza, sin ni siquiera ser consciente de ello.

 Apretó el billete en su mano y sin mirar atrás, saltó al vagón como si de un abismo se tratara. Cuando el tren comenzó a andar, sintió que su destino era la libertad.

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