Parada pues no hay lugar, agarrada del tubo para no caer, transito allí sola, aunque la multitud ahogue y el estrés colectivo trastorne (mi falta de costumbre) en una ciudad donde el lugar común es el andén, el centro de reunión obligada a la hora aciaga del cumplimiento común de las necesidades del ser.
Yo voy allí, existo allí y sin embargo no hay reconocimiento humano en la ciudad del apuro, en la ciudad violenta donde todos se cuidan de todos, donde todos son sospechosos; voy allí sin conocer la ciudad, ni el mecanismo, venida del interior y con una sola pertenencia, un sueño.
Ha transcurrido casi un año y el andén se volvió familia de tanto usarlo, la rutina va haciendo su trabajo, el sueño conquistado, va cediendo lugar a nuevos anhelos, voy acá y vivo una historia distinta cada día, miro las gentes y me figuro sus vidas sus características físicas, su ropa, sus ojos me hablan de ellos, no los conozco, aquí nadie saluda pero yo me figuro una historia con ellos, es una manera de no estar tan sola durante el viaje y vivir, amar, soñar y creer mi fe cada día desde el andén.
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