El domingo al pasar cerca de la estación de trenes vi a Fernando que, con una maleta enorme, esperaba el tren de las seis hacia San Lorenzo.
Me aproximé, atrevida, para despedirlo y él se inclinó levemente.
– ¿Cómo está, Mariana?-preguntó.
– Bien. ¿Y Ud.?
– Regreso hoy a San Lorenzo.
– Me lo imaginaba. – escudriñé un momento su mirada transida por la pena y sentí una profunda compasión por el padre de mi sobrino.
– ¿Cómo está Pablito?-preguntó.
Pensé en Pablito, huérfano de madre.
-Muy bien… gracias. Y sabe… he creído conveniente que si Ud. lo desea podrá visitar al niño, a su hijo.
– Solamente si Ud. está del todo de acuerdo. No querría yo pasar sobre sus sentimientos y sobre sus deseos.
– Sólo ámelo como nosotros lo amamos. Es todo lo que le pedimos.
– Entonces… –suspiró- volveré en un mes e iré a su casa para verlo. Gracias, Mariana.
– No me lo agradezca a mí. Lo hago por el niño y siguiendo un consejo que me diera el Padre Miguel acerca de perdonar a los enemigos.
Desde el andén saludé a mi enemigo que se empequeñecía alejándose del pueblo para siempre.
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